Articulo: Psicoanalisis y el hospital

15 DE ABRIL DE 2008 | NOMINACIONES DE ÉPOCA

Acerca del Trastorno

Sé que han pasado muchos años desde esta escena entre Leonor de Acevedo y su hija, con Borges como testigo. En nuestros tiempos, la significación vehiculizada por “trastorno” en el decir de una madre, o de un adulto en general hacia un niño, sufriría la censura impuesta al término trastorno que, como toda palabra, tiene su valor de metáfora.

Por Elena Lacombe
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Borges: “Me acordé de una frase que creía haber olvidado para siempre. Yo creía que era “Cállate, confusión”. No: es “Cállate, trastorno”. Trastorno es un vocativo. Madre se lo decía a Norah”.
Bioy: “Yo nunca la oí”.
Borges: “¿No la oíste?. Qué raro: cada familia tiene su dialecto y pensaba que era general, que todos los demás lo conocían”.


Llamar “trastorno” a un hijo, hoy en día ya no evocaría el malestar que pueden producir las vicisitudes de su crianza, sino algo del orden de lo trastornado que, en nuestra lengua, en su uso actual, tiene cierta cercanía con la locura.

Esto en el campo de la semántica, pero la reflexión sintáctica de Borges sigue siendo válida puesto que alude a otras leyes del lenguaje que, por ello, vale la pena que retengamos. Trastorno es un vocativo, un elemento de la lengua empleado para dirigirse a alguien, a alguna cosa, es una construcción, una frase exclamativa por la cual uno se dirige directamente a alguien o a alguna cosa. El vocativo es la persona a quien se le dirige la palabra.
Me adelanto a cierto fruncimiento de cejas que podría provocar en el lector de estas líneas la confidencia de Borges de cierta escena de la vida cotidiana en su hogar de la infancia. Trasuntaría cierta hipocresía de nuestra parte, en el sentido de rechazar una verdad: la crianza de un niño no deja de implicar un esfuerzo trabajoso para el Otro parental, ya que lo convoca como sujeto en una dialéctica no siempre regida por el principio del placer. Atender las necesidades a través de los cuidados corporales que el niño en su impotencia requiere, no está exenta de vicisitudes, angustia y preocupaciones del lado parental. Es que en tanto humanos, en tanto sujetos hablantes, muy tempranamente la dimensión de la necesidad se articula en demanda, y a la impotencia inicial que requiere de otro auxiliador eficaz, en términos de Freud, se agrega la dimensión de lo imposible. “Los niños nos piden la Luna”, dice Lacan, y agrega que aunque no podamos alcanzárselas en la realidad, haríamos bien en prometérselas, ya que así de alguna manera nosotros también nos acercamos a ella.

El problema actual, a mi entender es que trastorno se ha incluido en un discurso que ya no es el dialecto de tal o cual hogar o barrio, trastorno forma parte del discurso propuesto por la psiquiatría norteamericana. Existen razones históricas para el surgimiento y afianzamiento de este discurso. Surgió de la necesidad de defenderse de los ataques que los psiquiatras sufrían en Estados Unidos a partir de los años 50. Hacia 1952 comenzaron a acusarlos de violar el juramento hipocrático, puesto que tal como la psiquiatría era practicada en los hospitales del Estado, no se respetaba el primum preceptum de no causar daño al enfermo. Aquellos que ejercían la psicoterapia no quedaban exentos de estos ataques. La crítica se dirigía a la eficacia de la psicoterapia en general y la psicoanalítica en particular, siendo dichos psiquiatras blanco de otra acusación. Con ironía y descalificación, su práctica era calificada como “no ética”, en el sentido de no buscar tanto la resolución terapéutica de la problemática del paciente, como de estar motivada por intereses espúreos: económicos o de ascenso social, a través de la selección de pacientes que se podrían transformar potencialmente en amistades convenientes. La acusación era irónica, porque en esa época se generalizó la acusación en la creación de una sigla: los terapeutas sólo buscaban tener pacientes YAVIS (Young, Attractiv, Verbal, Intelligent and Succesfull), vale decir, Joven, Atractivo, Conversador, Inteligente y Exitoso.
El trasladar el prestigioso modelo fisiológico de Claude Bernard al campo de las enfermedades mentales, constituyó una posible superación de esta crisis, pero acarreó consigo una dificultad insalvable en su aplicación al campo de la así llamada enfermedad mental que, a mi entender, constituye un callejón sin salida para la psiquiatría en términos de construcción de saber. Centrar como única dirección de la investigación en psiquiatría la búsqueda de una traza corporal de la enfermedad la lleva a un estado de detención. Como bien lo señala Eric Kandel, psiquiatra y premio Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre las bases fisiológicas de la memoria en las neuronas: “No ha habido progresos en el campo de la biotecnología en relación al tratamiento de la esquizofrenia ni la depresión. El principal progreso está en las psicoterapias”.
Tomemos ahora un ejemplo sencillo en el campo de la praxis con niños, para ilustrar las transformaciones que el vocativo “trastorno” ha sufrido a consecuencia de su inclusión en el discurso actual de la psiquiatría infantil cuyo texto de referencia es el DSM IV. La inapetencia, síntoma que los pediatras siempre plantearon como a ser tenido en cuenta y tratado desde su disciplina, se ha transformado en la nosografía postulada por el DSM IV en un “Trastorno de la ingestión y de la conducta alimentaria de la infancia o la niñez”. En “inapetencia” hay un saber sobre aquello que estructuralmente está en juego para los sujetos involucrados en el síntoma: el apetito, un nombre posible del deseo, mucho más cercano a la verdad del problema que el de una lectura fisiológica, como la noción de “Trastorno de la función” lo indica, lectura que sí vale desde el modelo bernardiano como trastorno de la función de un órgano: hígado, riñón, el que fuera. ¿Pero cuál es el órgano involucrado en el caso de una manifestación de inapetencia?

Mi maestro en Puericultura, el Dr. Mario Rocatagliata (padre), en su clase sobre “Inapetencia” no presentaba este síntoma como una patología, dado que lo incluía precisamente en sus clases de Puericultura; vale decir en la rama de la pediatría que se ocupa del desarrollo sano del niño. Excelente pediatra y hombre de una vasta cultura -que hasta donde yo sé no era lector de Lacan- nos incitaba en las entrevistas con la madre a investigar en detalle en qué punto se había trabado el circuito de la oferta y la demanda entre la madre y el niño en relación a la alimentación. En general, descubríamos que la oferta materna aplastaba la demanda del niño. El Dr. Rocatagliata nos enseñaba cómo resolver la cuestión. Nos decía “Explíquenle a la mamá lo siguiente: Ofrezca al niño la comida en los horarios establecidos en el hogar. Si el niño rechaza el alimento, retire el plato. Vuelva a ofrecérselo en el horario siguiente, pero no entre comidas. Confíe en que habrá resultados”. Salvo casos muy complejos, la indicación funcionaba a la perfección.
Para finalizar, les cuento como se me presenta el cuadro actual de la práctica de las nuevas generaciones de psiquiatras infantiles. Supongan que les llega a la consulta Charlie Brown; diagnóstico casi seguro: “Trastorno depresivo”. La siguiente paciente es su amiga Lucy, a la que le cabe el diagnóstico de “Trastorno disocial”, al igual que a la paciente número tres, nuestra Mafalda. A sus padres creadores, Charles Schulz y Quino, les corresponderá el diagnóstico de “Trastorno depresivo menor”, sobre todo porque Schulz ha pronunciado las siguientes palabras en algún reportaje, pero imaginemos que se las dijo al psiquiatra entrevistador: “Charlie Brown tiene que ser el que sufre, porque es la caricatura de la persona común. Y la mayoría de nosotros estamos mucho más familiarizados con el fracaso que con el triunfo”. No haré el esfuerzo de buscar el casillero que le corresponde a Daniel el Travieso, pero sí sé que el atributo travieso está caduco y, por ello, seguro que se lo considerará como portador de algún tipo de trastorno de la conducta.

Lo penoso es que Charlie Brown, Lucy, Mafalda, Daniel el Travieso pueden ser niños de verdad, que se encuentren en un consultorio con adultos que han perdido el sentido del humor. En tanto colega, me resulta también penoso que, como todo afásico, sólo ellos que lo padecen no sólo no lo advierten, sino que tampoco comprenden porqué hacen sonreír a quien puede escuchar que han perdido el uso de la metáfora. Su afasia va de la mano de la ingenua creencia, como la que Borges nos recuerda, que un dialecto, para el caso el del DSM IV, tiene carácter de lenguaje universal.

Dra. Elena Lacombe Psicoanalista. Psiquiatra Infantil. Ex-Interventora del Hospital de Psiquiatría Infanto-Juvenil Carolina Tobar García. Ha realizado y realiza actividades de docencia y supervisión en distintas instituciones hospitalarias, y publicado en diversas publicaciones especializadas.

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