Entrevistas

18 DE DICIEMBRE DE 2025 | FILOSOFÍA Y PSICOANÁLISIS

Los problemas no resueltos del psicoanálisis

En un marco de psicoanálisis y filosofía, Gabriel Tupinambá se pregunta, ¿qué es lo que, en la práctica del psicoanálisis actual, surge como un límite que, al mismo tiempo, podría ayudarnos a reformular de manera productiva lo que hacemos?

Por Lic. Prof. Carolina Duek
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Entrevista a Gabriel Tupinambá:

-¿Cómo conceptualiza Ud. el deseo?
-Esa es una pregunta difícil. Para intentar ser conciso, diría que, para mí, el deseo se define en dos ejes. El primero se refiere a la tensión entre libertad e identidad. Decir que existe el deseo es decir que las formas en que las personas experimentan su libertad pueden entrar en conflicto con las formas en que garantizamos nuestro reconocimiento como personas. El segundo tiene que ver con la tensión entre necesidad y contingencia. Porque desear no es solo una libertad que se insinúa en la sombra de nuestras identificaciones, a menudo chocando con ellas, sino que es también esa dimensión de la vida en la que una historia que nos determina y lo que hacemos de esa historia también entran en conflicto. Estos no son términos «canónicos» del psicoanálisis lacaniano, pero creo que captan bien lo que está en juego en la teoría lacaniana del deseo, con su compleja arquitectura: demanda, identificación, goce, objeto causa, etc. Tengo dos razones para preferir definir el deseo de esta manera.

La primera es que creo que es importante abrir un espacio en el psicoanálisis lacaniano para discutir el compromiso de los psicoanalistas con la libertad o, para ser aún más polémico, el lugar del Bien en la salud. No cuestiono en absoluto la precaución que tienen los analistas con la imposición normativa en la clínica, que no es un problema moral, ya que es simplemente imposible escuchar a las personas y practicar el psicoanálisis si intentamos «ayudar» a los pacientes a partir de algún criterio previo, por muy «progresista» que sea, que traemos a la sesión. Pero es un poco ridículo que no podamos admitir que esta suspensión es en realidad el resultado de un compromiso aún más profundo con la capacidad de las personas para pensar y construir los términos de su propia libertad y autonomía. Esto está ahí y es bueno poder teorizar sobre nuestra práctica sin tener que ocultarlo.

Pero la segunda razón para formular el concepto de deseo en estos términos tiene que ver más directamente con el objetivo del libro que publiqué, El deseo del psicoanálisis. Para ser coherente con el subtítulo de la obra —«un ejercicio de pensamiento lacaniano»— necesitaba encontrar una manera de definir el deseo que fuera consistente con las formulaciones de Lacan y, al mismo tiempo, susceptible de aplicarse a una dimensión que Lacan no teorizó completamente, que es el proceso de reinvención continua de la propia práctica clínica. Pensar el deseo a partir de estos dos ejes facilita un poco esta expansión. Después de todo, las transformaciones en la práctica del psicoanálisis inevitablemente entran en conflicto con nuestra identidad como analistas, al tiempo que nos obligan a implicarnos en determinaciones «externas» que condicionan nuestro campo, como cuestiones de clase y raza, relaciones de poder institucional e ideológico, etc.

Cabe decir que no estoy muy apegado a esta propuesta. Puede que haya otra forma mejor de nombrar este proceso y que «deseo» sea un concepto más restringido, de pertinencia exclusivamente clínica. Hay un componente retórico en mi opción en el libro, que es aprovechar algunas intuiciones difundidas entre los psicoanalistas para intentar traer otros temas al debate. Pero también hay algunos buenos argumentos para adoptar esta idea de forma más seria, sobre todo si modulamos el uso del concepto a partir de los tipos de alteridad que entran en juego en la clínica: la alteridad de los personajes narrados en el discurso del paciente, la alteridad del hablante y del analista, y la alteridad propia de aquello que el psicoanálisis aún no tiene medios para pensar.

-¿Cuáles son los «problemas no resueltos» con respecto al deseo de los que habla en su libro?
-Esa alteridad que acabo de mencionar —de aquello que el psicoanálisis aún no tiene medios para pensar— es lo que define el campo de problemas que intenté circunscribir en el libro. Son problemas que se refieren al deseo solo en el sentido de que, si los analistas y los analizandos están implicados en la continuidad de la experiencia psicoanalítica más allá de nuestras identificaciones o de las determinaciones silenciosas de nuestro campo, entonces ciertamente también hay una inversión en los enigmas, los límites y los impasses de la psicoanálisis, es decir, un esfuerzo por extraer nuevas formas de escucha y teorización a partir de lo que se nos escapa.

La pregunta, entonces, sería: ¿qué es lo que, en la práctica del psicoanálisis actual, surge como un límite que, al mismo tiempo, podría ayudarnos a reformular de manera productiva lo que hacemos? Es una cuestión compleja, pero creo que lo más importante no es tratar de identificar cuáles serían esos problemas específicos, sino preguntarnos si hoy en día tenemos los medios para incorporar novedades —cualesquiera que sean— a nuestra práctica. Como discuto en el libro, creo que es difícil elevar los impasses prácticos de cualquier naturaleza a un estatus más productivo y transformador cuando solo tenemos dos estrategias para calificarlos: o bien proponer aditivos conceptuales a la psicoanálisis —principalmente adiciones teóricas, que permanecen relativamente ajenas al marco conceptual fundamental de la metapsicología— o bien solo legitimar impasses existenciales casi ontológicos, para los que la única salida es dar lugar al conflicto o al «vacío» en el saber y sostener esa situación. Me parece que, antes que nada, debemos empezar por comprender mejor cómo cualquier cuestión o impasse podría surgir de la realidad clínica, tensionar legítimamente la teoría y transformar la comunidad y la escucha de los analistas.

-¿Cómo piensa y practica el psicoanálisis lacaniano?
-Creo que practico el psicoanálisis partiendo de algunas premisas. Creo que son premisas lacanianas, pero ya no estoy tan seguro. Y ni siquiera sé si son premisas consistentes, a decir verdad. Pero me ayudan. La primera es que la «materia» del psicoanálisis no es ni la estructura psíquica ni la estructura del lenguaje, sino las relaciones entre las personas. No sabría decir si son relaciones sociales, en el sentido estricto, sobre todo porque hay muchas relaciones sociales que el psicoanálisis es incapaz de escuchar o transformar. Pero hay un cierto tipo de relaciones —que solemos llamar «libidinosas»— que aparecen en el contexto clínico y en las que podemos intervenir de cierta manera.
Cada vez más tiendo a definir este tipo de relación a partir de lo que Lacan pensó sobre el «mito individual del neurótico»: no se trata de todas las relaciones sociales o familiares, sino de un cierto número de construcciones que, compensando las limitaciones sociales de la familia nuclear moderna, aparecen en la constitución de un individuo humano como persona. Es decir, participan en la construcción de los medios que cada uno elabora para poder situarse en las redes de parentesco: las similitudes y diferencias que surgen entre nosotros, los demás y los extraños. La práctica clínica, desde esta perspectiva, sería una situación artificial en la que las personas, enfrentadas a un tipo muy particular de extrañamiento, reproducen sus estrategias de simbolización de la alteridad y, a través de la mediación del analista, tienen la oportunidad de transformar estas estructuras relacionales.

La segunda premisa que orienta mi clínica se refiere al estatus de esta posición de extrañeza, que los lacanianos asocian al lugar del «objeto a» o de la «extimidad». Para mí, es muy importante considerar que ocupar la posición de aquellos que no son «ni nosotros ni ellos», que no están «ni dentro ni fuera» de un grupo, no es equivalente a la posición de alteridad absoluta o radical. Un extraño no es un alienígena, es alguien a quien no puedo situar cómodamente como amigo o enemigo, como similar o diferente. Esto puede significar tanto un tipo de diferencia extrema o irreductible como también un cierto tipo de igualdad indigesta. A veces el extraño nos molesta porque es demasiado diferente, pero a veces lo difícil es la igualdad con los demás. Entonces, la segunda premisa que trato de tener en cuenta es que, si la transferencia —como expresión en acto de las relaciones del analizado con el extraño— depende de la posición que ocupo, eso no significa que esa posición deba ser siempre la de mantener la distancia o señalar la diferencia.

La tercera premisa fundamental que trato de seguir también tiene que ver con este punto. Creo que mi capacidad para escuchar a los demás está condicionada por mi capacidad para escuchar los impasses libidinosos por los que yo mismo atravieso. De esta premisa se derivan dos cosas. La primera es un tratamiento del inconsciente como campo de las «estructuras comunes»: si no soy capaz de escuchar cómo el mundo del trabajo afecta a mi práctica, es poco probable que sea capaz de escuchar cómo el trabajo aparece en la formación de la persona de mi analizado. Esto no significa, en modo alguno, que se trate de la misma determinación, pero incluso para poder dimensionar esta distancia es necesario que haya una medida común de esta diferencia. La segunda consecuencia es que la capacidad de analizar pasa a concebirse como un proceso gradual, es decir, no tiene por qué entenderse en términos de grandes saltos de iluminación subjetiva: un analista es capaz de escuchar a los demás en la medida en que ha logrado «escucharse a sí mismo», por así decirlo, y viceversa, claro está. Esta es la razón por la que el análisis personal es fundamental, pero también por la que todo análisis es didáctico. Creo que esta segunda consecuencia podría dar lugar a otra forma de abordar la «autorización» para convertirse en analista, incluso.

Por último, creo que una última premisa muy importante —la que me cuesta más formular adecuadamente— es la que defiende que los analizandos piensan. No sé si esto es evidente por sí mismo o si es polémico. Pero creo que es esencial partir de la premisa de que, aunque las intervenciones clínicas no actúen en el registro de la convicción, la sugestión o incluso la concienciación, dependen de un cierto tipo de compromiso por parte de los analizandos. Las personas piensan en sus análisis, cambian de analista basándose en ello cuando el análisis no funciona, o encuentran la convicción para continuar con sus procesos analíticos a pesar de la desorientación y el sufrimiento, elaboran lo que sucede allí y descartan generosamente muchas de nuestras intervenciones infructuosas. Creo que sin esta premisa es imposible tener una medida realista de nuestra responsabilidad, y entonces tendemos a «lavarnos las manos», tratando a los pacientes como pequeñas máquinas neuróticas y psicóticas, o a adoptar una postura casi heroica, como si fuéramos los únicos capaces de responder por las formaciones inconscientes que aparecen en la clínica. Y sin una medida concreta de nuestro papel —y de nuestra asociación con quienes buscan análisis— es imposible tener el valor de experimentar y sostener cualquier novedad clínica.

-¿Cuál es el papel del dinero en la práctica clínica?
-Creo que esta pregunta debe dividirse en dos partes. En primer lugar, está el papel del dinero en las sociedades capitalistas, y el psicoanálisis existe dentro de esas sociedades, por lo que la respuesta general explica la respuesta a la pregunta sobre el psicoanálisis en particular. Y en este caso general, la teoría de Marx es para mí insuperable, y no hay razón para que un psicoanalista pida un trato diferenciado de los demás trabajos en los que se vende la fuerza de trabajo por dinero, para luego gastarlo en diversos medios de subsistencia, o de los circuitos económicos que utilizan diversas formas de monopolio profesional para regular informalmente la competencia entre los proveedores de servicios. Estamos muy bien insertados en la economía capitalista: basta con seguir el dinero.

Ahora bien, en cuanto al papel del dinero en la práctica del psicoanálisis, es decir, como componente interno de esta práctica en particular, creo que la pregunta debería abordarse por otra vía. No tiene mucho sentido preguntarnos cuál «es» el papel de nada en la clínica; lo importante, me parece, es estar dispuestos a escuchar las diferentes formas en que algún aspecto de la vida puede aparecer en la red de relaciones determinantes para un sujeto. Esto se aplica, ante todo, al dinero como tema o significante en el discurso. Es donde el dinero no cuesta nada, por así decirlo. Pero también se aplica, en cierto modo, al dinero como relación social que estructura la clínica: el pago que el analizante hace al analista. Si la práctica clínica se ocupa de las relaciones, entonces, en cierta medida, esa relación puede abordarse en la clínica. Pero aquí todo tiene un costo muy diferente: son experimentos que pueden costarle un poco de vida al analista. Por ejemplo, trabajar con una «escala variable» de precios por sesión puede permitir el surgimiento de repeticiones y deformaciones en el trato con el dinero y el poder que eventualmente son simbolizados por el paciente, pero no todos los analistas podrían arriesgarse a este tipo de apertura. Siempre me ha parecido curioso, por cierto: hay argumentos para cobrar más a un paciente de lo que se ha propuesto pagar, pero nunca he visto a nadie preguntarse si, en algunos casos, la implicación subjetiva no vendría del analista contraproponiendo un análisis más barato de lo que se ha propuesto. Puedo hablar por experiencia propia de que esto puede tener efectos de ratificación de la «castración».

Además del trato del pago como una cantidad variable —y, por lo tanto, susceptible a decisiones y determinaciones insospechadas del analizado—, también está la cuestión del dinero como relación social inaccesible al análisis. Es decir, incluso cuando el dinero permanece irreductible al campo de las relaciones libidinosas —y así es como aparece el dinero en el análisis la mayor parte del tiempo—, hay en juego otra «estructura común» que atraviesa al analista y al analizado y que puede ser importante considerar para situar mejor la posición de extrañeza de la que hablamos anteriormente.

Creo que es muy importante reforzar esto. Se ha dicho mucho sobre si el psicoanálisis es «capitalista» o no, si refuerza los valores burgueses o no. Son cuestiones que pueden ser interesantes. Pero comprender que el psicoanálisis existe dentro del capitalismo —y que, por lo tanto, la reproducción del trabajo del analista, la reproducción y la transformación de esta práctica, todo ello depende de las condiciones de producción y reproducción de un sistema económico específico— no tiene nada que ver con eso. ¿Conducir un taxi, cortar el pelo, ser cirujano? ¿Son estas actividades capitalistas? No es una buena pregunta. Es mucho más importante comprender cómo una sociedad organizada en torno a la producción y circulación de mercancías y la extracción de plusvalía influye en lo que puede ser el psicoanálisis. El potencial del psicoanálisis es un problema de todos los que se dedican a esta práctica en particular. La limitación que el capitalismo impone a todas las prácticas y trabajos, por otro lado, es un problema común a todos nosotros.


Gabriel Tupinambá es psicoanalista practicante en Río de Janeiro, Brasil. Es miembro de Espaço Comum de Organizações de la Coletiva Psicanalista Trabalha y director de estrategia social en Alameda Institute. Es co-autor de los libros Arquitetura de Arestas: as esquerdas em tempos de periferização do mundo (Autonomia Literária, 2021) y Hegel, Lacan, Zizek (Atropos Press, 2013). Es Doctor en Filosofía por el European Graduate School y Postdoctorado en Historia Social de la Cultura en la Pontifica Universidad Católica en Río de Janeiro.

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