En el nuevo contexto mediado por la pantalla, nuestra forma familiar de jugar juntas se vio obstaculizada a pesar de nuestros esfuerzos.
Una de las preocupaciones principales de Chloe y, por lo tanto, un foco de nuestro trabajo, era su tendencia a responder a los desafíos con ansiedad, anticipando la vergüenza que sentiría si se mostraba incompetente. Yo estaba decidida a encontrar la manera de asegurar que la plataforma virtual no contribuyera a esos sentimientos, sino que facilitara su sensación de conexión y de ser una valiosa cocreadora conmigo. Chloe también estaba determinada a mantener un sentido vital de conexión, pero se sentía intimidada por nuestro cambio a Zoom. Chloe contaba con la disponibilidad del contacto humano. Esto se hizo evidente cuando dejó de ser posible que estuviéramos juntas físicamente. Antes de la pandemia, me había confiado su aversión a la tecnología por parecerle que la forma en que las personas la usaban socavaba sus esfuerzos por sentirse cercana a ellas. El 13 de marzo de 2020, la ciudad de Nueva York, tal como la conocíamos, se detuvo. Y también lo hizo nuestro juego. La interacción espontánea que caracteriza a todo tratamiento, con niños o adultos, se volvió torpe. La pantalla se abría con un clic y ahí estábamos, cara a cara, cerca, pero sin tocarnos. ¿Cómo podríamos Chloe y yo abrazar efectivamente esta situación de una manera que afirmara y recuperara la vitalidad entre nosotras, mientras nuestros mundos se redefinían radicalmente? El nuevo contexto creado por la pandemia del COVID desafió a los terapeutas a repensar su aproximación clínica y a cuestionar sus supuestos teóricos sobre el desarrollo. Debido al confinamiento, muchos pacientes, niños y adultos, señalaron haber perdido un año o más. Perdieron la capacidad de predecir de manera confiable cómo la vida se desenvolvía porque sus expectativas fueron transgredidas. No más clases presenciales, invitaciones a casas de amigos, fiestas, deportes ni graduaciones, eventos generalmente considerados necesarios para promover el desarrollo.
Además, con la intensificación de la atención sobre la vejez y la susceptibilidad a enfermar, los pacientes pequeños preguntaban con preocupación por mi edad, o describían sus años restantes de niñez con una tristeza nunca antes vista. La finitud había entrado en la sala de juegos. ¿Podría la combinación de aislamiento, dolor y aprendizaje remoto causar retrasos sociales y cognitivos para una generación de niños? Antes de la pandemia, padres y especialistas se preocupaban de que el desarrollo infantil pudiera verse dificultado por fenómenos culturales como las redes sociales y los videojuegos. El escritor de The New York Times, Richtel (9/12/20), encontró consuelo en el estudio longitudinal de Elder sobre los niños que crecieron en la época de la Gran Depresión. Elder (1974) concluyó: “En un grado inesperado, el estudio de los niños de la Gran Depresión siguió una trayectoria de resiliencia entrada la mediana edad”. Destacó su mayor motivación de logro, la cristalización temprana de sus planes de carrera y la independencia económica. Aprecio la “perspectiva vanguardista” (Kohut, Lachmann) del autor sobre cómo esa generación de niños respondió a los desafíos de crecer durante la Gran Depresión. Sin embargo, Elder omite múltiples factores, aparte de las dificultades financieras, que influirían en la trayectoria de cada individuo, tales como la experiencia particular que cada niño tiene sobre cómo su familia se recupera de una situación adversa. ¿Podrían los niños que sufrieron el confinamiento durante la pandemia del COVID mostrar una resiliencia similar que contribuyera positivamente a su desarrollo? Mientras que la Gran Depresión presentó un desafío en términos de autosuficiencia y manejo financiero, el confinamiento del COVID planteó una experiencia más comunitaria, resaltando el valor de participar y depender de otros, especialmente en la medida que el sentido de comunidad (escuela, oficina, familia, vecindario) de cada persona estaba cambiando. A diferencia de la Gran Depresión, el brote mundial del COVID hizo evidente cómo todos estamos interrelacionados a nivel local y global. La teórica de sistemas dinámicos no lineales, Ester Thelen (2005), describe el desarrollo como un río: el curso está codeterminado por el flujo constante del agua y por la naturaleza del entorno con que se encuentra, con el río y el cauce dándose forma y moldeándose mutuamente. Esto coincide con el sistema de influencia recíproca momento a momento de Beebe y Lachmann (2002, 2013), y con la teoría de sistemas intersubjetivos de Stolorow et al. (2008). Estas teorías ven al individuo y al contexto como intrínsecamente entrelazados. Así, podemos apreciar que cada niño presenta un estilo de desarrollo único que emerge de interacciones complejas. Con el tiempo, la complejidad aumenta y promueve un nuevo crecimiento. Por lo tanto, no hay vuelta atrás a un período anterior; la idea de que un individuo regrese o se congele en el tiempo no tiene sentido.
La buena noticia es que, ante la pérdida, el trauma, la depresión o la pandemia, el desarrollo no se detiene. Lo que podría parecer una detención o una regresión, puede entenderse más bien como un interludio para la reflexión intensa y el surgimiento de soluciones creativas. Cada individuo labra su camino fuera de su particular paisaje, interactuando con los giros y vueltas de ese paisaje que va cambiando. En terapia, el cambio también surge a partir de los esfuerzos conjuntos de terapeuta y paciente por responder a los desafíos que van emergiendo de manera impredecible. Chloe y yo nos sentimos desafiadas en 2020 por el paso de la terapia presencial a la online. Con el tiempo, co-creamos un nuevo modo de estar de manera que la tecnología misma pudiera contribuir a la riqueza de nuestra comunicación y juego, en lugar de ser un obstáculo. Sin embargo, primero tuvimos que lidiar con la aparente pérdida de nuestra capacidad para jugar. Este artículo desarrolla la afirmación de Winnicott (1971) sobre el juego: ”La psicoterapia tiene que ver con dos personas jugando juntas. El corolario de esto es que cuando el juego no es posible, la labor del terapeuta es llevar al paciente de un estado en que no puede jugar a uno en el que le es posible hacerlo” (p. 38). En mi experiencia, este proceso de aprender a jugar juntos puede ocurrir repetidamente a lo largo del tratamiento. A medida que cambia el contexto, el paciente y el analista se mueven juntos dentro y fuera de un estado en el que pueden jugar; dentro y fuera de una atmósfera de constricción y libertad. Llevar al paciente a un estado en el que pueda jugar es un proceso bidireccional en el que tanto analista como paciente cocrean esta capacidad. Cuando el juego se detiene, puede ser porque se experimenta inseguridad o se tiene la sensación de que una relación importante está en peligro. Puede surgir la vigilancia o la retirada. Sin embargo, cuando el juego se detiene, no significa que la relación o la colaboración entre analista y paciente haya llegado a su fin. Más bien, puede reflejar un contexto desafiante más amplio en el que ambos participantes están inmersos. Podría indicar que algo nuevo está emergiendo, un desarrollo nuevo que requiere un tiempo de gestación, transición, comprensión y reorganización. Puede parecer que el juego se detiene, pero algo importante está ocurriendo.
Veamos cómo evolucionó la capacidad de jugar en mi tratamiento con Chloe. Nuestro juego no tenía tanto que ver con juguetes o juegos propiamente, como con mantener la vitalidad en la interconexión relacional. Eso es lo transformativo del juego. Si bien el proceso que describo es particular a nuestra díada en el contexto del COVID, la comprensión de la matriz social y del desarrollo individual subyacente es aplicable a cualquier edad, a un tratamiento con niños y adultos por igual. El tratamiento de Chloe: De la sala de juegos a la sala de Zoom Chloe comenzó su tratamiento conmigo a los 6 años. Sintió que algo estaba mal en ella cuando se dio cuenta que su hermana menor había logrado dejar los pañales de noche antes que ella. En la escuela, su sentimiento de vergüenza aumentó al percibir que su desarrollo socioemocional y académico no era como el de sus compañeros. Su desarrollo era en ciertos aspectos atípico, pero fue su aguda observación de sí misma, y de sí misma con los demás, lo que la llevó a sentirse diferente de un modo que la avergonzó. Chloe y yo llevábamos dos años trabajando juntas cuando, en marzo de 2020, la pandemia golpeó la ciudad de Nueva York. Ella tenía 8 años. Las preguntas sobre los virus y las vacunas estaban en el aire. Para nuestra última sesión en persona antes del confinamiento, jugamos al doctor, un juego imaginario que solíamos hacer a menudo. Ella les ponía inyecciones a las muñecas y títeres enfermos alineados en el sofá, y les explicaba de manera tranquilizadora por qué necesitaban vacunas. Se deleitaba con cómo yo daba voz a la reacción temerosa de cada paciente. Nos abrazamos al despedirnos, creyendo ella y esperando yo que la pausa fuera de dos semanas. Luego descubrí el regalo que me había dejado: pegado en mi pared, había un dibujo de una jeringa grande, ¡una vacuna! Esto fue una pista del talento de Chloe para ver el panorama completo, que en este caso era el virus que se propagaba y la necesidad de una cura para el COVID.
Después de la pausa de dos semanas, Chloe y yo comenzamos a reunirnos por Zoom, lo cual fue emocionante y angustiante al mismo tiempo.¿Cómo podríamos abrazarnos, cómo podríamos jugar? Estas preguntas me conmovieron de manera especial ya que hicieron que me diera cuenta de lo cruciales que eran el juego físico y el tacto en su tratamiento. Cuando comenzaron las clases online, Chloe se angustió al ver en la pantalla los recordatorios parpadeantes de la vida escolar que extrañaba. En persona, la manera que tenía de vincularse con sus profesores la había tranquilizado. Sin su presencia física, en cambio, se sintió abrumada. Se veía a sí misma en la pantalla de su computador en un pequeño recuadro en una cuadrícula de muchos, y se percibía irremediablemente rezagada respecto a sus compañeros. El cambio había sucedido tan rápido. Se sentía confundida, desesperada e incapaz de concentrarse. Los padres de Chloe fueron sensibles a su creciente sensación de incompetencia y, con mi apoyo, optaron valientemente por retirarla de la escuela. Su elección de “desescolarización” fomentó la curiosidad y creatividad de Chloe. Mudarse a la casa de campo de la familia también ayudó a crear en Chloe una sensación de seguridad. Pero las visitas a la ciudad eran estresantes, especialmente cuando la familia de Chloe encontró su hogar vandalizado durante los disturbios por la justicia social. Cuando Chloe se conectaba conmigo por Zoom desde su habitación en la ciudad, revelaba su miedo a los ruidos fuertes que venían de la calle. ¿Eran sonidos de sirenas? ¿O protestas? Me mostraba la vista desde su ventana, necesitando que escuchara lo que ella escuchaba. Anhelaba lo segura que se había sentido la vida antes del COVID. A medida que la pandemia continuó en la primavera, Chloe estaba ávida por mostrarme su mundo a través de Zoom. Hacía presentaciones de sus muñecas, libros, mascotas, su hermana y su hogar. Al saludarnos, siempre sonreíamos entusiastamente. ¡Ahí estás! ¿Puedes oírme? Pero al intentar que nuestra interacción se mantuviera significativa por 45 minutos, parecía que ella estaba tratando de entretenerme. A veces mi sonrisa se sentía forzada e imaginaba que la suya también. Con sonrisas congeladas en nuestras pantallas de Zoom, cada una trataba de tranquilizar y transmitirle a la otra que estábamos bien y felices de estar juntas. El juego parecía imposible. Mis observaciones y preguntas parecidas-a-las-terapéuticas en relación a cómo se las estaba arreglando rara vez captaban su atención.
Chloe se sentía desconcertada por la tecnología que se había vuelto intrínseca a nuestra comunicación. Cuando tocaba accidentalmente algo que hacía que mi imagen desapareciera de su pantalla, entraba en pánico por la pérdida de conexión y gritaba, “¡MAMÁ!”. Su temor a ser incompetente daba un salto hacia adelante. Estaba convencida de que había roto el computador o, tal vez, nuestra conexión. Yo trataba de guiarla, pero no podía concentrarse en el sonido de mi voz si no podía ver mi rostro. Antes de la pandemia, cuando nos veíamos en persona, Chloe encontraba consuelo en mi presencia y participaba de lleno en el juego imaginario compartido, saltando espontáneamente por mi consulta, usando mi espacio y objetos a su antojo, segura de que yo estaba con ella. En Zoom, la espontaneidad de nuestro juego se veía interrumpida. Sin embargo, reconocí la lucha de Chloe por mantener un sentido consistente de mi presencia. Se sentía constreñida por tener que permanecer frente a su computador para que yo pudiera verla en el mío. El estar cara a cara, Zoom a Zoom, no le permitía imaginar de la manera que solía hacerlo, tan libre y expansivamente en mi consulta. Ocasionalmente, surgía un momento divertido de juego imaginario, pero tan rápido como comenzaba, ella lo frenaba, declarando tajantemente: “Esto es solo un juego imaginario”, como si alguna de nosotras pudiera confundirse. De esta manera, ella terminaba el momento de espontaneidad. Cuando yo intentaba extender lúdicamente el juego, ella no lo recibía bien, como si el que yo hiciera voces tontas estuviera fuera de lugar para mi compañera seria. Si alentaba a Chloe a ser juguetona, corría el riesgo de que sintiera que la estaba tratando como a una niña más pequeña. Ella necesitaba que yo viera su creciente madurez y conciencia de las consecuencias que estaba teniendo en ella la gravedad del acontecer mundial. Cada una de nosotras lidiaba con el impacto de los eventos sanitarios mundiales en nuestras respectivas vidas cotidianas al interior de nuestros hogares. Hablábamos ocasionalmente sobre el shock que le producía que el mundo se estuviera cerrando, y la frustración por no poder reunirnos en persona. Sin embargo, ella no podía o no quería hablar sobre el daño en su hogar, sus problemas para dormir o su miedo a que la gente muriera.
Para mí, revivir nuestro antiguo juego con títeres y muñecas parecía fuera de discusión. Adicionalmente, me di cuenta que para ella era crucial iniciar el juego, en lugar de seguirme a mí. A la lista de cosas perdidas durante la pandemia se agregaba, aparentemente, nuestra capacidad para jugar. Quizás Chloe experimentaba la combinación de distanciamiento social, sirenas de ambulancias, disturbios y aparente imprevisibilidad de casi todo como demasiado abrumadora y demandante de su atención cognitiva como para permitirse jugar libremente. En septiembre, a seis meses de haberse iniciado la pandemia, la vida en confinamiento era considerada una manera de estar. Dos eventos significativos emergieron: el primero fue que Chloe retomó las clases online y demostró estar lista para el desafío. El segundo tuvo que ver con una conversación entre Chloe y su madre después de una sesión conmigo, después de clases, en la que ella se encontraba comprensiblemente agotada. Su madre le sugirió a Chloe, y más tarde a mí, que acortáramos las sesiones de 45 a 30 minutos. Yo apreciaba los esfuerzos que la madre ponía en el tratamiento. Sin embargo, su bien intencionada propuesta tuvo un efecto paradójico. Reflexionando, me doy cuenta que la perspectiva de acortar las sesiones nos presentaba un desafío nuevo y con carácter de urgente a Chloe y a mí: ¿cómo podíamos aprovechar al máximo nuestro tiempo juntas? Esta pregunta nos llevó a ambas a redoblar nuestros esfuerzos por vitalizar nuestra conexión. Reflexioné sobre cómo nuestro trabajo podría ayudar a Chloe a transformar las experiencias no deseadas en algo que pudiera enfrentar y hacer suyas. Es decir, cómo podía tomar estos eventos que le ocurrían a ella, a nosotras, y escribirlos resilientemente en su propia historia. La semana siguiente, con un renovado sentido de propósito, Chloe revivió el juego de “la escuela” que no hacíamos desde antes de la pandemia. Ella era la profesora y ocupaba una muñeca grande como su alumna. Tomé su uso de la muñeca como una señal para reintroducir los títeres de muñecos y de perritos que ella solía disfrutar en mi consulta. Estaba encantada de descubrir que los había llevado a mi nueva oficina en casa, a nuestra sala de Zoom. Nuestro juego adquirió una cualidad nueva.
Una vez más, yo era su asistente, sosteniendo a tres estudiantes para que ella los viera por Zoom, y dotándolos de distintas personalidades. Por ejemplo, Bowzer, el bulldog, era emocionalmente expresivo. Como un coro griego en una obra de teatro, él amplificaba y explicaba las emociones que fluían entre nosotras. Y Jonny, un adorable y tímido cachorro, estaba muy rezagado en matemáticas y temeroso de cometer errores. Chloe dibujó una botella de ketchup y dijo de manera muy seria:”Jonny, tienes mucho ketchup que hacer, pero no es la comida”. En nuestro juego, Chloe se centraba en mostrarme lo capaz y cariñosa que era como profesora. Combinaba creativamente la imaginación y el juego de roles para desarrollar su competencia y preparación académica. A través de los personajes en el juego, yo podía abordar con facilidad la preocupación de Chloe por su capacidad intelectual, su temor persistente a quedarse atrás y su determinación a tener éxito. Su preocupación por haberse perdido experiencias importantes también se revelaba en su decisión de tomar fotos de la clase para nuestro anuario escolar imaginario. Chloe nunca volvió a quejarse de que las sesiones fueran demasiado largas; al contrario, empezó a sentir que terminaban demasiado pronto. Le enseñé a hacerse cargo de finalizar la sesión haciendo clic en “Salir de la reunión”, y eso a veces ayudaba cuando el final se sentía demasiado abrupto. En una sesión, nuestro tiempo se acabó justo cuando ella estaba lista para comenzar la lección de matemáticas de Jonny. Ella era sensible a los miedos de Jonny y me suplicó que nos extendiéramos para poder llevar a cabo su plan para él. Le di tiempo adicional, pero no fue suficiente. Frustrada, hizo clic estoicamente al decir “adiós”.
En la siguiente sesión, Chloe retomó nuestro juego de la escuela, dando la bienvenida a cada estudiante, y a mí, con una canción: “Bienvenida, Amy”. Luego llegó el momento de matemáticas y ella tenía algo importante que mostrarme. Hizo aparecer su iPad, asegurándose de que yo pudiera verlo (“¿puedes verlo ahora... qué tal ahora?”), y luego presionó “reproducir”. Lo que se reprodujo fue un video de Chloe realizando la lección de matemáticas de Jonny, una lección sobre “duplicar”. Lo vimos juntas. Ahora tenía duplicados de Chloe en mi pantalla. Ella estaba en vivo conmigo en Zoom y también, en un cuarto de mi pantalla, aparecía en un asombroso video pre-grabado que ella misma había creado. En su lección pre-grabada, explicaba el concepto de duplicar a Jonny y le aseguraba que podía aprender. Lo demostraba con problemas matemáticos que ella había inventado y que luchaba por resolver. Lo alentaba: “Ves, Jonny, está bien tomarte tu tiempo. Yo también tengo que tomarme tiempo”. Fue una larga lección. Mi mirada iba de un lado a otro entre las dos imágenes de Chloe. Era sorprendente cómo aparecía igualmente animada en cada parte de mi pantalla. Luego, al prestar atención a ella en el video, la Chloe real y en vivo salió de la habitación, de su dormitorio. Sentí un nudo en el estómago. ¿Volvería? Me sentí engañada, pero también fascinada por lo creativa que había sido en usar la plataforma de Zoom para comunicar su experiencia. Me había ocurrido con otros niños que se alejaran o apagaran el video, intentando engañarme intencionalmente, pero esto se sentía diferente. ¿Chloe se estaba vengando porque yo había terminado la sesión anterior? ¿O estaba llevando a cabalidad su plan inicial para la lección de matemáticas de Jonny? Yo estaba impresionada de que ella hubiera continuado nuestra sesión anterior después de que yo la había terminado, grabando en su iPad el juego que yo había interrumpido. Demostró cómo permanecía vinculada a mí, evocando mi presencia entre sesiones, confirmando la vitalidad duradera de nuestra relación. Además, ideó una manera de moverse con soltura durante nuestras sesiones de Zoom, dando cuenta de un nuevo sentido de libertad. Mediante su truco de duplicarse a sí misma y salir de la habitación, Chloe me comunicó cómo había sido su experiencia de pasar repentinamente de la vida en persona a la vida online, de la co-presencia encarnada a una pantalla que puede fallar, prenderse y apagarse. Ahora entendía su experiencia de una manera más visceral que antes; comprendía la confusión que había experimentado al ver a sus profesores online como si estuvieran en televisión. ¿Estaban en vivo, pre-grabados o eran imaginarios? Chloe aprendió aplicando su imaginación y creando su propia producción. En esta sesión, su creciente conciencia del potencial del video quedó en evidencia. ¡Qué lejos había llegado desde su miedo a romper el computador! Aprendí su lección, mientras ella deambulaba, quién sabe dónde, por su departamento. Chloe regresó antes de que terminara su video, confirmando que había mantenido su conexión conmigo fuera de la pantalla. Jonny, el cachorro, en mis manos, la recibió de vuelta. Al volver a entrar en su habitación, caminaba erguida. Esta fue la primera vez que la vi de cuerpo entero en Zoom, ¡tanto más alta que la última vez que la había visto en persona! Captando mi presencia y admiración en su pantalla del computador, Chloe parecía orgullosa de cómo había orquestado la sesión. Representó con éxito su pregunta: ¿estás viva conmigo o estoy viendo una grabación tuya? Una grabación no es lo mismo que cuando vivimos el momento juntas en tiempo real. La manera como Chloe experimentó mi vitalidad, curiosidad y compromiso facilitó que aumentara su resiliencia, su confianza en nuestra conexión y su dominio de la tecnología que antes solía abrumarla. A través de Zoom y otros medios audiovisuales, logró crear un sentido de orden en los eventos que observaba, comunicando así su experiencia consigo misma y con los demás. Juntas formamos un equipo dedicado a explorar, comprender y crear el mundo iniciado por Chloe. Era un mundo donde Chloe y Amy jugaban juntas. Esta viñeta ilustra cómo la mantención de nuestra relación durante la sorpresiva interrupción de la pandemia facilitó una transformación tal que Chloe pudo descubrir sus capacidades, creatividad y habilidades de producción emergentes.
Conclusión
La historia de mi trabajo con Chloe amplía las concepciones sobre el juego en el tratamiento; explora lo que sucede cuando el juego entre analista y paciente se detiene, e ilustra cómo se pueden co-crear nuevos caminos para jugar. La capacidad de un individuo para jugar puede pasar a un segundo plano cuando un nuevo desafío es experimentado como amenazante para el sentido habitual de uno mismo y para la forma acostumbrada de relacionarse con los demás. Este artículo también apunta a los planteamientos “vanguardistas” (Miller, 1985; Lachmann, 2004) sobre la función de no jugar, no solo en el curso del tratamiento, sino también a lo largo del desarrollo. Cuando un individuo responde con vigilancia y pérdida de espontaneidad, lo que puede indicar es que está haciendo un esfuerzo por evaluar la nueva información disponible acerca de su situación para poder reorganizarse en consecuencia. Este es un momento de gestación y transición, no un fracaso o un retroceso en el tratamiento. Esto se hizo evidente en mi trabajo con Chloe en los primeros meses de la pandemia cuando nuestro juego flaqueaba, cuando nuestra espontaneidad habitual dio paso a un nueva sensación de cautela mientras luchábamos por fortalecer los esfuerzos de autorregulación, tanto individual como interactivamente. Finalmente, mi trabajo con Chloe emplea una perspectiva de sistemas dinámicos no lineales (Thelen, 2005), demostrando cómo el enfrentarse a desafíos puede inspirar al individuo a desarrollar nuevas estrategias, y a alcanzar mayor complejidad, flexibilidad y creatividad. Todos somos agentes y estamos constantemente formulando nuestra experiencia y desarrollando nuevas estrategias para alcanzar lo que deseamos. Esto es el desarrollo: asimilar nuevas experiencias, decidir qué hacer con ellas y proceder a hacerlas propias. Reflexionar sobre el desarrollo es necesario tanto para el trabajo con adultos como con niños. El curso de la pandemia resaltó para cada uno de nosotros nuestra inextricable inserción en mundos impredecibles y transitorios. A lo largo del desarrollo y del tratamiento, un individuo se vuelve cada vez más consciente de la complejidad y del paso del tiempo, como ocurrió con Chloe y conmigo durante la pandemia. Nuestro trabajo juntas proporcionó un vínculo de apoyo, confianza y curiosidad que ayudó a que Chloe viera su mundo, sus posibilidades y a ella misma de nuevas maneras, incluso en circunstancias disruptivas. El desarrollo es el proceso de evolución del sentido de sí mismo. En ocasiones, el proceso puede parecer contínuo o que avanza a trompicones, pero nunca se detiene. Lo mismo ocurre con la interacción entre analista y paciente que, no obstante las fluctuaciones en la capacidad para la espontaneidad y el juego, tampoco se detiene nunca.
Chloe y yo seguimos trabajando juntas. Con habilidades de producción sofisticadas, ella se expresa a través de modalidades visuales, musicales y didácticas. Sin embargo, aún lucha por ponerse al día (“ketchup”/catch up) con sumas simples, y seguimos esperando su menarquia. Mi experiencia con Chloe muestra cómo el desarrollo da giros inesperados en respuesta a los desafíos, aun cuando puede parecer que se detiene mientras se evalúa un nuevo desafío. La interrupción en el juego puede ser considerada un momento de transformación. A medida que se tolera y explora la interrupción, el juego puede desarrollarse en nuevas direcciones. Estos giros en el desarrollo ofrecen oportunidades que pueden mejorar el sentido de sí mismo de un individuo, con un mayor sentido de agencia y flexibilidad. En conclusión, este artículo ilustra que el desarrollo no es solo la historia de lo que le sucede a un individuo, sino más bien lo que el individuo hace con su historia.
Amy Joelson Psicoanálisis de Adultos, niños y familia. Profesora y Directora de Educación a Distancia en el Instituto para el Estudio Psicoanalítico de la Subjetividad en NYC; Presidenta de IAPSP; autora de varias publicaciones sobre el desarrollo del niño y del adolescente
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