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5 DE JULIO DE 2013 | CÓMO INTERVENIR

Inclusión de “lo espiritual” en la practica psicoterapéutica

La práctica clínica nos enfrenta muchas veces con pacientes que acusan problemáticas de índole espiritual, e inclusive religiosa. Las modalidades de abordaje e intervención van a variar de acuerdo a cuál sea el marco teórico y el enfoque psicoterapéutico que rija nuestra práctica.

Por Juan Manuel Otero Barrigón
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Concebir al hombre como ser multidimensional, implica tomar en cuenta para su adecuada comprensión, las distintas realidades que conforman su “ser-en-el-mundo”. A su existencia físico/químico/biológica, se agregan, en ordenes de creciente nivel de complejidad, su constitución psíquica y su naturaleza social, la cual conlleva su pertenencia a un orden ético – moral que es el propio del mundo que habita. Pero es sin embargo su naturaleza espiritual la que lo distingue cualitativamente de los demás seres de la escala zoológica, dotándolo de un universo de posibilidades que le es exclusivo.

La palabra espiritual tiene su origen en el vocablo latino spiritus, cuyo significado es “aliento de vida”.

Erich Fromm señala que la experiencia espiritual tiene tres aspectos fundamentales que la caracterizan. El primero de ellos es el “asombrarse, el maravillarse, el darse cuenta de la vida y de la propia existencia y de la relación de uno con el mundo, con el prójimo” (Fromm, Erich. Psicoanálisis y religión. Editorial Psique, Bs. As, 1982). El segundo aspecto es “la suprema preocupación por el significado de la vida, por la autorrealización y por las tareas que la vida nos impone”. Finalmente, la tercer nota distintiva, claramente descripta por los místicos, es “una actitud y sensación de unidad no solo con uno mismo sino con toda la vida y el universo”.

Debe dejarse en claro que lo espiritual no es sinónimo de lo religioso, si bien en ocasiones lo primero tiende a incluir a lo segundo. Se trata de dos constructos distintos, que no obstante, suelen estar relacionados. Empero, no deja de ser cierto que hasta hace algunas décadas atrás, primaba una concepción “tradicional histórica”, según la cual lo espiritual era sinónimo de una profunda religiosidad, servicio a los miembros de una comunidad y enseñanza de las tradiciones de fe a través del testimonio de vida. Sin embargo, dicho modelo de comprensión de la espiritualidad fue dando paso a una reciente lectura “moderna”, donde lo espiritual va mucho más allá del constructo de religión tradicional. Hoy se considera que mientras que lo religioso es de naturaleza intrínsecamente social y se vive como un conjunto de normas, ritos y doctrinas que rigen la vida del individuo interesado en vincularse con lo divino, con lo radicalmente Otro; lo espiritual es de naturaleza singular, especifica y personal, y se distingue por un sentimiento de integración con la vida y con el mundo, viviéndose como la experiencia de lo sagrado. Podríamos afirmar, en términos algo simplistas, que ser religioso implica comúnmente, y al menos en forma parcial, ser espiritual; pero ser espiritual no supone necesariamente ser religioso. La espiritualidad nos conduce más allá de los límites de la religión, que es institucional, dogmática y comúnmente restrictiva. Se caracteriza así por la búsqueda y la comprensión de un sentido de significado y propósito en la vida, de conexión con los demás, y de trascendencia de uno mismo, conducente al logro de la realización y la paz interior. Algunos autores, no obstante, interesados en mantener vinculados ambos constructos, destacan que si la religión es la búsqueda de significado en formas relacionadas con lo sagrado, la espiritualidad seria el corazón de toda religión, y por ende, el motor que la anima.

La práctica clínica nos enfrenta muchas veces con pacientes que acusan problemáticas de índole espiritual, e inclusive religiosa. Pero dado que una concepción que integre la espiritualidad a nuestra comprensión del hombre tendrá su raíz en aquella que sea nuestra antropología de referencia, las modalidades de abordaje e intervención sobre dicha dimensión espiritual van a variar de acuerdo a cual sea el marco teórico y el enfoque psicoterapéutico que rija nuestra práctica.

De esta manera, podemos sintetizar las miradas sobre el fenómeno espiritual y religioso en el ámbito terapéutico en cuatro posturas o actitudes básicas. Siguiendo el estudio realizado por Zinnbauer y Pargament (2000, citados en Rivera-Ledesma, A & Montero-López, M. Ejercicio clínico y espiritualidad. Anales de psicología, Vol. 23 (1). 2007) vamos a llamar a estas cuatro aproximaciones las miradas rechacista, exclusivista, constructivista y pluralista.
La postura rechacista, que es la propia de algunas corrientes terapéuticas clásicas vinculadas al psicoanálisis ortodoxo, se caracteriza por reducir la religión, y las creencias del paciente, a una alteración o defensa psicológica que sería necesario descifrar e interpretar. Los fenómenos espirituales y religiosos no son vistos como expresión genuina de un intento de relacionarse con realidades trascendentes, sino antes bien, como formaciones psicológicas y culturales cuyo objetivo es desentrañar hasta llegar a su verdadero origen, ajeno de raíz, al decir de Rudolf Otto, a cualquier dimensión de lo “numinoso” (Otto, Rudolf. Lo sagrado. Editorial Claridad, Bs As, 2008). Radicalmente opuesta es la postura exclusivista, que tiene su fundamento en la afirmación ontológica de la existencia de lo sagrado, comúnmente reflejada en una determinado Libro, Escritura o doctrina, y que fundamentan la “verdadera” concepción de la naturaleza y del hombre. Es evidente que esta mirada solo es conciliable con aquellos pacientes que posean valores o sistemas de creencias similares a los del terapeuta, ya que si estos no compartieran su misma visión, serían esperables los esfuerzos del clínico por empujarlos a la misma, con las consecuencias iatrogénicas derivadas de ello.

Por otra parte, la postura constructivista asume un franco relativismo, negando la existencia de una realidad absoluta, pero reconociendo la capacidad de los individuos para construir sus propias realidades y significados. Desde esta postura, el trabajo psicoterapéutico es conducido dentro del sistema de creencias del paciente. Y dado que muchas veces dicho sistema de creencias es extraño para el terapeuta y difiere del suyo, resulta necesario tener sumo cuidado a la hora de trabajar con las metáforas o símbolos sagrados de quien acude a la consulta, a fin de no distorsionarlos, privándolos de la riqueza original que le son propia.
Finalmente, la postura pluralista admite la existencia de una realidad espiritual, pero con vocación tolerante, acepta que la misma puede traducirse en múltiples interpretaciones y formas de vivenciarla. Reconoce que dicha realidad se expresa en diferentes culturas y de diferentes maneras. Como reza el proverbio vedantista hindú, “la verdad es una, pero los hombres le dan muchos nombres”. Terapeuta y paciente trabajan siendo concientes de sus propias historias religiosas o espirituales, marcos conceptuales y valores, con el fin de poder delinear de esta manera los objetivos de la terapia.

Estos autores concluyen que las posturas constructivista y pluralista son las que mejor nos permiten tratar con una amplia diversidad de aspectos espirituales y religiosos, de una manera efectiva y al mismo tiempo, respetuosa del universo sacro del paciente.

Es importante destacar, en este contexto, que la inclusión de lo espiritual en el ámbito clínico es un esfuerzo reciente cuya consolidación todavía se encuentra en proceso. La psicología académica, aún mas lentamente que la practica, se orienta a aceptar dicha integración.

Considerar lo espiritual en el marco terapéutico demanda de nuestra parte un profundo ejercicio de introspección, dado que nos obliga a examinar a priori nuestras propias actitudes de base hacia lo espiritual. Además, supone la necesidad de una capacitación necesaria para poder intervenir en el contexto de las creencias y practicas religioso-espirituales de nuestros pacientes. Queda claro además, como ya mencionamos anteriormente, que los terapeutas pueden no compartir las creencias o valores de estos, y que aún en el caso de que los compartieran, los límites éticos se imponen y deben ser examinados ante cada caso particular.

No obstante, una mirada que incluya positivamente lo espiritual en nuestra práctica clínica puede enriquecer nuestra comprensión de aquel que acude a nuestra consulta. En su celebre “pirámide de la jerarquía de las necesidades”, el psicólogo norteamericano Abraham Maslow (Maslow, Abraham. Motivación y personalidad. Editorial Díaz de Santos, Madrid, 1991), ubicaba en la cúspide de la misma las llamadas necesidades de “autorrealización o auto actualización”. El argumento básico de su propuesta es que existe una serie de necesidades humanas, y que conforme se satisfacen las necesidades más elementales (fisiológicas, de seguridad, y sociales) ubicadas en la parte inferior de la pirámide, los seres humanos desarrollan necesidades y deseos más elevados (de reconocimiento y de autorrealización), representados en la parte superior de dicha pirámide. En el mejor de los casos, el hombre puede abocarse a la búsqueda de una justificación o un sentido válido a la vida mediante el desarrollo de su potencial. La teoría de Maslow no está exenta de críticas, pero resulta útil para representar en clave psicológica el carácter multidimensional del hombre que propusimos al inicio, del cual la naturaleza espiritual forma parte, reclamando nuestra consideración.

Excluir o relativizar la dimensión religioso/espiritual de nuestros pacientes, puede llevarnos además, a dejar lado un aspecto que quizás tenga relevancia en su experiencia cotidiana. Carl Gustav Jung se refería a esto cuando afirmaba que: “en virtud de que la religión constituye ciertamente, una de las más tempranas y universales exteriorizaciones del alma humana, sobrentiéndese que todo tipo de psicología que se ocupe de la estructura psicológica de la personalidad humana, habrá por lo menos de tener en cuenta que la religión no sólo es un fenómeno sociológico o histórico, sino también un importante asunto personal para crecido número de individuos.” (Jung, Carl Gustav. Psicología y religión. Paidos, Barcelona, 1998).

Una psicoterapia que incluya positivamente lo espiritual, en una visión completa y no reduccionista, se traduce en una vocación holística que puede ayudarnos a recuperar, como propone Ken Wilber (Wilber, Ken. La visión integral. Ed. Kairos, Barcelona, 2008), la vieja idea de que las raíces de la psicología se remiten a las profundidades del alma y del espíritu humano, algo que la psicología como ciencia empírica ha ido olvidando en el camino.
Inclusión que no va a contentarse con los objetivos de mitigar el sufrimiento y facilitar la remisión de los síntomas de quienes nos consultan, sino que apostará a impulsar a nuestros pacientes hacia los limites posibles de su desarrollo y realización, en un camino hacia una vida plenamente autentica, y por que no, también trascendente.

Juan Manuel Otero Barrigón – Psicólogo

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