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28 DE JUNIO DE 2011 | NUEVAS IDEOLOGÍAS QUE INFLUYEN

Las imágenes ideales

Denominamos imágenes ideales a las capaces de generar idealizaciones imaginarias y simbólicas en las personas, y elevar –por esta razón– sus apetencias superyoicas, como asimismo la ansiedad y el malestar concomitantes.

Por Ps. Jorge Ballario
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La producción de imágenes ideales alcanzó escala planetaria debido a algunas particularidades de esta época: el formidable poder tecnológico obtenido, la masa de información y conocimiento –técnico y psicológico– disponibles, y el tremendo alcance de los medios masivos de comunicación. Y estas variables se potencian entre sí, posibilitando un gran nivel de estilización, depuración e idealización en la producción de imágenes.

Las imágenes ideales están fundamentalmente vinculadas a la publicidad. Se encuentran también en películas, series, decorados comerciales, diseños arquitectónicos, formas y colores de productos y envases, etc.

Si a la TV la rige el deseo del telespectador, y al telespectador, cada vez más –con refinadas técnicas, efectos especiales y conocimientos apropiados– se le estimula la pereza mental y el no pensar, ¿quién piensa por los televidentes y cuáles son los objetivos de ese pensamiento? ¿Acaso estandarizar el objeto de deseo, a través de las imágenes ideales?
La “buena forma” o la única forma sería la resultante; por ejemplo, piénsese en las modelos 90-60-90 o en los automóviles u objetos de consumo –cada vez más similares en sus diseños–, que son elevados a la máxima jerarquía. Ocurre un endiosamiento del objeto y de la forma que lo representa. Se pierden los matices, las peculiaridades individuales en esta postmodernidad caracterizada por la imagen, por la apariencia; en suma, por la buena forma, por lo uni-forme.
Hay una degradación del deseo, se lo intenta confundir con la satisfacción de las necesidades. En este incesante proceso, los objetos de consumo devendrían consumidores, “consumidores del consumidor”. Si a esto le sumamos la confluencia de las formas que vimos (imágenes ideales), obtendríamos una especie de exacerbación del deseo, con la máxima elevación del objeto y la máxima alienación del sujeto.
El discurso del mercado es en esta era un discurso absoluto, un discurso amo; es el discurso de la publicidad, pero fundamentalmente el discurso de la imagen, de la imagen ideal. O sea, las imágenes ideales serían el nexo entre el producto y el consumidor; o en todo caso, entre ambos objetos: el de consumo y el “sujeto objetivado” mediante dicho discurso.
La lógica de los medios apela más al sentimiento público, el que luego se confunde con la opinión pública –aunque sería bueno diferenciarlos, dado que esta última supone cierto grado de reflexión, análisis y razonamiento; no es prioritariamente un asunto emocional, como el sentimiento público–. En ese marco, sólo lo espectacular o bello es visible, sólo eso es pasible de convertirse en realidad para el público. En este punto la realidad mediática trastoca a la opinión pública a través del sentimiento público. Frente al declinamiento de la verdad, surgiría en su reemplazo una suerte de mentira exitosa. Como si el maquillaje de la realidad cobrase vida propia, abandonando su servicial existencia anterior para transformarse en una realidad-otra con presencia absoluta.
Es en la singularidad de la televisión y en el marco de la publicidad y la propaganda, donde principalmente se da la proliferación de imágenes ideales relacionadas con situaciones altamente valoradas, en las que predominan la juventud, la belleza, el éxito; en suma, “la frivolidad consumista”. Estas idealizaciones imaginarias poseen gran capacidad de fascinar, de hipnotizar. Es aquí entonces, donde se origina la ruptura de la “libertad individual”; pasándose al “sutil dominio” interesado, encrucijada entre la “elección personal” y el “obedecer al hipnotizador” –en este caso, la televisión–. No es en la posibilidad de elección donde se pone en práctica la libertad, sino en la capacidad de darse cuenta del “para qué” y del “por qué” de cada elección. La elección “sola” es “ilusión” de libertad.
Lo descomunal, lo fantástico, lo grandioso se imponen en todos los niveles; en la pantalla y fuera de ella. Despampanantes locales, faraónicos shoppings, maravillosas galerías; lo cotidiano se espectaculariza. La lógica del show lo impregna casi todo, incluso al público del acontecimiento artístico o del evento deportivo, dado que ya no es sólo eso, sino que además forma parte del espectáculo mismo. Todo se frivoliza, todo se banaliza en esta globalización sin escrúpulos.
Mediante su diseño (en cuanto a su estructura, formas, colores o decorados), los shoppings procuran perpetuar la lógica de las imágenes ideales. Es decir, se intenta crear lugares ideales capaces de producir el efecto cautivador a través de la imagen que de dichos lugares se hace el público. Esa imagen hallaría su correspondencia plena en el hombre homogéneo actual, ya que ambos perfiles concuerdan (por sus diseños), tanto el arquitectónico del shopping como el psicológico del individuo gregario. En este juego de diseños uniformes (shopping – hombre), se contemplan las tendencias y deseos humanos, se los estandariza para compatibilizarlos con los requerimientos empresariales. El resultado de este proceso es incautar a una masa de consumidores. Pareciera que algo interno mental perdido, el hombre homogéneo lo hallaría en el exterior, en el lugar ideal. Es en ese “feliz” encuentro donde se desencadena el consumo.
La continua exacerbación de los deseos individuales a que es sometida la población, mediante las imágenes ideales, agrandan la brecha que separa lo deseable de lo posible; de ese modo se acrecienta el malestar. Desear más de la cuenta posee un efecto frustrante, ya que la capacidad de desear es ilimitada, y los medios para saciarla son limitadísimos.


La ideología visual
Los medios trascienden las fronteras: su presencia se disemina por todos los rincones del planeta, inclusive en regiones con otros sistemas políticos, cuyos habitantes comenzaron a advertir las bondades de lo que los países occidentales mostraban y consumían. Ahora que el capitalismo se erigió en un modelo hegemónico, está incorporando los defectos del monopolio, que es precisamente una especie de antítesis de la esencia capitalista del libre mercado.
Hay que tener en cuenta, que casi todo comienza a tener realidad subjetiva a partir de que se lo ve o descubre, y no desde su mera existencia. Desde este punto de vista, la publicidad y la propaganda, en cualquiera de sus formas, serían el motor de las conductas consumistas, y no tanto los desarrollos técnicos e informáticos.
Lo importante es mostrar, puntualmente cómo el mostrar cambió al mundo y cómo cambia el curso de las sociedades e individuos. Es decir, las sociedades e individuos marchan al compás de lo que ven y desean. A su vez, lo que ven y desean está condicionado por lo que la sociedad de consumo requiere y ofrece; ése es el juego: mostrar para estimular deseos, logrando posteriormente que el hombre procure obtener –o crea encontrar– los objetos de sus deseos en los fetiches que la sociedad de consumo le exhibe.
Es más difícil conseguir efectos publicitarios homogeneizando que individualizando al destinatario; pero, si se tienen los recursos técnicos y económicos, es más eficaz. La inversión publicitaria se recupera con creces, dado que de ese modo las empresas multinacionales pueden estandarizar la producción a gran escala y en diferentes países. O sea, en cambio de estudiar y diferenciar tanto los gustos y estilos de consumo de los habitantes de determinados países, los inventarían, los exportarían, los fabricarían como un producto más; en suma, los globalizarían mediante el recurso ideológico que en este ensayo denominamos imágenes ideales.

Ahora bien: ¿por qué lo tildamos de recurso ideológico y no de recurso económico? El paradigma neoliberal promueve la ley de la imagen, ley que atentaría contra las otras: las leyes o normas concretas de la vida real. La anomia sería el resultado. Es decir, la anomia se constituiría en la cara visible de la ley del mercado, de la ley absoluta, de la ley visual.
El reemplazo de los valores tradicionales, el debilitamiento de las políticas domésticas, la corrupción y la difusión global de la receta neoliberal, hacen que el capitalismo se esté transformando, más que en salvaje, en mercenario, dado a que lo salvaje connota desorganización, ingenuidad, actividad instintiva. En cambio, lo mercenario implica más organización, racionalidad y astucia. ¿No son estas acaso las características salientes del capitalismo transnacional neoliberal, aunque, procure reflejar la imagen contraria? La producción global comandada por dicho capitalismo, devenido en mercenario por obra y gracia del paradigma neoliberal, empuja cada vez más a formas masificadas de consumo, y asimismo posee un efecto homogeneizador en los modos de sentir, pensar y actuar de la población, conforme a los intereses del sistema. Las imágenes ideales serían el nexo necesario para tal fin. Entonces, las diferencias y los matices individuales humanos se verían forzados a manifestarse en la dimensión de los síntomas: adicciones, enfermedades, accidentes, delincuencia, violencia indiscriminada.
A esta altura, podemos formular la siguiente interpretación: el vacío generado por el fin de los ideales sociales, “el fin de la historia”, produjo un desplazamiento interesado hacia los ideales consumistas. Es decir, los ideales sociales dieron paso a las imágenes ideales. Los ideales se embellecieron como nunca, pero se frivolizaron y empobrecieron al máximo. Lo social desapareció y lo individual lo reemplazó”.
Creció meteóricamente más a prisa la fuerza cautivante de la imagen que la aptitud mental humana de amoldarse, de ponerse a salvo de su silenciosa pero aplastante presencia. La ideología visual surge en consonancia con la proliferación estética, con el abuso en idealización. En síntesis, con las omnipresentes imágenes ideales. Imágenes estas que, al estimular en demasía la capacidad humana infinita de desear, promueven –por contraste– la opacidad del proyecto personal, con su concomitante frustración y su consecuente malestar; o bien desencadenan un intento desesperado, ilusorio y ultracompetitivo de revertir la situación. Además la opacidad del proyecto personal abre un agujero en lo social; este se devora casi todas las energías individuales y deja al sujeto sumergido en el abatimiento, en el desaliento, en el desánimo, en la melancolía. En suma, en la disociación y la depresión. Patología en ascenso, que amaga convertirse en la vencedora de las próximas décadas.

Tecnología y fascinación
Otro aspecto negativo de la relación entre el individuo y las imágenes ideales: cuanto más se enriquece la vida exterior al sujeto por intermedio de dichas imágenes, más se empobrece, más se vacía, por oposición, la vida interior (mental). Al desvalorizarse ésta, la gente necesita y depende más de la fascinación que la TV o la computadora producen, de los entretenimientos que ofrecen; como una droga. Un círculo vicioso que representa un excelente negocio para unos pocos, y pésimo para la inmensa mayoría.
Debido al deseo de búsqueda y al consumo compulsivo que generan, las imágenes ideales son causa de la adicción más espectacular de la historia. Constituyen el más efectivo “opio del pueblo” jamás creado. Sólo los arqueólogos del futuro, cuando estudien los restos de nuestra civilización hipercapitalista, podrán dar cuenta de la magnitud del fenómeno, ya que en la actualidad los fabulosos intereses que apañan el proceso no están dispuestos a verlo así. Cabe decir que su visión es la que masivamente se impone, dada la potentísima influencia mediática con la que cuentan.
En la adicción química, el adicto requiere aumentar progresivamente la dosis de su ingesta para reproducir los efectos anteriores. Esta peligrosa dinámica también se da en el consumo de imágenes ideales. Por ejemplo, en los megaespectáculos existe una creciente exageración en la escenografía y en la búsqueda de efectos visuales, acústicos y sensoriales: todo vale para captar la cada vez más dispersa y volátil atención del espectador. Con otras palabras, cada vez se requiere incrementar más los estímulos para lograr lo mismo.
En cuanto a los adolescentes, han desarrollado una fuerte adicción a la pantalla: reparten su tiempo entre la TV, la PC o el celular. Un poco por sus conductas adictivas, y otro poco por confundir el tiempo del ocio con el tiempo del estudio y del esfuezo, le demandan a la escuela que se convierta en una especie de entretenedora. Que les permita pasarla tan bien como ante las pantallas con las que ellos interactúan. Olvidan que en realidad el período escolar se halla del lado del trabajo y de la obligación y no del esparcimiento. Pero la institución escolar, por impotencia o ignorancia, satisface dicha demanda al incorporar la computadora; cede en su función directriz. Por consiguiente, los chicos se van a reencontrar en el lugar de trabajo con su droga metafórica, o con su juguete preferido, proveniente del ámbito del ocio.
Hoy en día hay como una intolerancia con lo mental. La gente esta forzando su propia mente a que se asemeje al sistema lógico, a que sea como la computadora, el modelo ideal, sin fallas, al que todos procuran imitar. Entonces, todo el mundo se queja de su memoria, de sus olvidos, de sus fallidos: en forma consciente o inconsciente se comparan con la eficacia perfecta del ordenador, de la lógica informática, olvidando fatalmente –para ellos–, que lo mental no funciona de esa manera, que tiene otra dinámica. Por no entender esto, muchos individuos se sienten carenciados, poseedores de una miserable minicomputadora defectuosa. En realidad tienen, aunque no lo sepan, una supercomputadora más poderosa, importante y fantástica que todas las creadas por el hombre. Ni todas juntas podrían llegar a reemplazar las funciones y capacidades de una sola mente humana.
Si la PC fascina tanto, es paradójicamente por su “defectuosidad”. El hecho de que se noten los procesos, que se vean y vislumbren todos sus aspectos parciales –las ventanitas, las indicaciones, los programas, las señalizaciones, los iconos, los caminos, las instrucciones–, todo haría a la fascinación. Por consiguiente, y tal como lo decíamos, la computadora nos deslumbraría precisamente por su “defectuosidad”: en ella se evidencia todo lo que en la mente humana no se nota. En efecto, no podemos fascinarnos de nuestra propia mente, justamente por su excelencia; eso es lo paradójico, lo irónico, lo insólito: la defectuosidad de la computadora, la imperfección de la misma, facilita la seducción al posibilitar la visualización de lo mentalmente invisible.
La infalibilidad del objeto o producto tecnocientífico, también investiría al discurso de la ciencia, elevándolo a la categoría de discurso amo. Para un hombre fallado, dubitativo, neurótico, el discurso sin fallas, el discurso certero, se convierte sin duda en la palabra absoluta, en la palabra divina –proferida por un “Gran Otro” difuso–, pasible sólo de ser acatada o sufrida.
Pensar que cuando se avance mucho en el campo de la química cerebral se dilucidarán todos los secretos significa renegar de la psicología humana, es creer que el ser humano se encuentra en sus compuestos moleculares y no en sus significaciones, en su historia, en sus determinaciones mentales, en su personalidad. Parte de la alienación actual en este terreno está vinculada a la divulgación científica sensacionalista, a la sobrevaloración de los descubrimientos científicos y a la megalomanía de algunos investigadores o al derroche de entusiasmo de otros, que creen ver en sus trabajos resultados más abarcadores de lo que la realidad indica.
Asimismo, la tecnología actual abre insospechadas posibilidades de manipulación de la imagen y la forma del mensaje que se transmite e inculca al público.

La tiranía de la imagen
No siempre las herramientas supuestamente objetivas de medida –producto bruto, ingreso per capita, distribución de la riqueza, etc.– coinciden con el nivel real de bienestar de una población. Conjuntamente a esos indicadores operan otros más subjetivos o psicológicos: necesidad de logro personal, contexto subcultural, grado de exposición de una población a las imágenes ideales, equilibrio entre deseo y satisfacción.
Paralelamente, el psiquismo como estructura de procesamiento de realidad está limitado en cuanto a la cantidad y calidad de la realidad a procesar. Ahora bien, tanto el exceso de realidad (cantidad) como esta indiferenciación de los valores (calidad) que comenta el filósofo Jean Baudrillard, sumados a la sobreestimulación mediática (publicitaria, informativa, sensacionalista), sobrepasan el umbral receptivo del aparato psíquico humano, poniendo a las personas frente al fenómeno traumático. Y lo que es peor, este problema no se puede resolver en forma individual, sin emigrar a las montañas o sufrir un síndrome paranoico, ya que en una sociedad mediatizada las imágenes y el sonido nos llegan desde todos los rincones.
Los conflictos inconscientes, sumados al estrés, agotan el margen, desbordan la contención anímica y se propagan en forma de síntomas. Y la ciencia, a pesar de su vertiginoso despliegue, no da abasto en emparcharlos.
Las infinitas formas de enfermar de estos tiempos se deben, en parte, a las crecientemente complejas formas de representar al cuerpo con sus componentes y funciones, mediante el lenguaje de la ciencia. Este discurso amplía el espectro psíquico de opciones para psicosomatizar anomalías o enfermedades. Lo monstruoso o diabólico ya no es la supuesta posesión demoníaca del enfermo, sino, por ejemplo, la existencia de un tumor maligno.
La productividad infinita propuesta por el neoliberalismo –el espejismo de que casi todo es posible, de que es mucho lo que se puede realizar– y la necesidad de logros exacerbada por las imágenes ideales, se contraponen a la pequeñez y finitud humana, al tiempo que no alcanza. Tiempo que, por imperio de estas circunstancias, deviene tiránico e impulsa al sujeto a un embravecido ritmo en pos de la superación, de la conquista y del consumo. Pero en la vorágine se consume a sí mismo: consume su ser, alienándose en el discurso social, y a veces incluso consume su vida con accidentes o enfermedades.
Los individuos hiperactivos son los que están apurados pero sin saber por qué, aunque esgriman razones; son los que quieren llegar rápidamente a ninguna parte, y tal vez por eso algunos llegan antes al hospital. El ser hiperactivo sería sintomático; un producto más de las condiciones ultracompetitivas, hiperestimulantes y deseantes de la modernidad. A su vez, este personaje es el candidato por excelencia a padecer todo tipo de accidentes, y seguramente, a encarnar otros síntomas del malestar. ¿Un nuevo peldaño en la evolución? El hombre hiperactivo ya no sería sólo el producto de la sobreestimulación cotidiana, sino, cada vez con más frecuencia, el resultado biogenético de la especie humana, que incorporaría gradualmente en sus genes esa característica.
En esta Aldea global la “tremenda idealización” y, a su vez, la insoportabilidad de esos ideales, hacen que sólo unos pocos puedan correr la infernal carrera por encarnarlos. La inmensa mayoría queda en la dimensión del síntoma, desesperanzada, deseante y contemplando el reino de los influyentes megamagnates, que desde su trono aprueban o alientan las recetas globales que los inmortalizarán.
Resumiendo, las imágenes ideales –precisamente por ser ideales– elevan demasiado el nivel de pretensiones, aspiraciones y necesidades de logro. Pero, como la vida cotidiana no se desenvuelve en un plano ideal sino real, se experimenta frustración con su correlato sintomático: drogadicción, delincuencia, violencia, alienación, accidentes y enfermedades.

El reducido valor de los logros personales en oposición a las imágenes ideales, la sobreoferta de opciones en relación a las posibilidades concretas de elección, la aceleración informática y la sobreestimulación general, configurarían un marco ansiógeno en que la sensación del paso del tiempo se incrementaría. Precipitándose al fin de su vida y enfrentado a la opacidad de su “proyecto”, el individuo se angustia, entra en pánico e intenta resolver el conflicto con más de lo mismo: más velocidad, más actividad, más competencia; procuraría de ese modo compensar con cantidad el déficit en calidad.
Mi tesis es la siguiente: “La excesiva estimulación superyoica a la que es sometida la mayoría de los habitantes de las democracias occidentales neoliberales, a través de las imágenes ideales, gesta una porción apreciable del malestar contemporáneo, expresable en síntomas individuales y sociales.”
Parecería que el mundo está confundiendo las imágenes ideales, las imágenes de la “felicidad”, con la felicidad misma. Entonces: ¿no habremos sobrepasado el límite tolerable de frustración debido a la exaltación de los ideales? ¿No habrá llegado la hora de comenzar a legislar sobre la cantidad y la calidad razonable de idealización en la producción de imágenes?

Acotar a las imágenes ideales y al elevadísimo nivel de productividad subyacente, es decisivo: si la misma es infinita, rumbeamos hacia la magia, hacia el infantilismo de convertir sin costo alguno y sin trabajo los deseos en concreciones. Pero, si la productividad económica general disminuyese a niveles bajísimos, regresaríamos a etapas preindustriales. Lo deseable sería un nivel de productividad tal, que permita producir bienes y servicios en una escala que no presione luego a un consumismo desenfrenado, a una contaminación amenazante, a una desocupación elevada, a una idealización tiránica y a una sintomatología explosiva. Una escala que sea a la vez un punto de equilibrio entre lo económico, lo humano y el medio ambiente.

Finalmente sostenemos que, si las democracias capitalistas se tildan de tales, deben permitir aflorar los genuinos deseos individuales y no vedarlos, taponarlos o alienarlos sutilmente en el deseo del sistema.

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