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15 DE ABRIL DE 2010 | SIGNOS DE LA ÉPOCA

No se trata de chicos sin límites, sino limitados

Los límites, al igual que el lenguaje, no son una adquisición individual sino una construcción colectiva. El sentido mismo de la sociedad y la cultura no es otro que habilitar ciertos límites que nos permitan vivir juntos.

Por Laura Kiel
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Cada nuevo individuo va aprendiendo a reconocer los límites y a apropiarse de ellos a medida que va creciendo e ingresando a la cultura. En palabras de Castoriadis, "la sociedad está aquí para humanizar a este pequeño monstruo que llega al mundo bramando para que resulte apto para la vida".

El proceso de crecimiento supone ir abandonando modos de expresión primitivos y asociales a medida que se van adquiriendo otras satisfacciones sustitutivas socialmente aceptables, que van conformando nuestros gustos, valores y sentimientos. A cambio de cada renuncia que le demandamos a un niño, le ofrecemos un lugar para insertarse y ser reconocido como un par; a cada límite que le imponemos lo acompañamos de una compensación. "Sacate el chupete así puedo entender lo que me decís", "No más pañales para que puedas correr como los otros chicos", "Para que todos entiendan lo que escribís, tenés que hacerlo de tal manera", "Si vamos a jugar al fútbol, necesitamos conocer y respetar sus reglas", "Las personas no resolvemos los problemas pegando sino hablando" y así podría seguir con los esfuerzos que demanda crecer.

Este proceso de humanización conlleva el hecho de que estas compensaciones o satisfacciones sustitutivas se vayan "haciendo carne" con tal fuerza que terminan siendo tan imperiosas como un instinto. Es decir, estas necesidades que no existen en "la naturaleza", por ser netamente culturales, nos acaban resultando subjetivamente tanto o más imprescindibles que las biológicas. Sólo el ser humano puede rechazar la comida en nombre de una idea y embarcarse en una huelga de hambre o pasarse horas pintando o estudiando sin reparar en las señales del cuerpo como cansancio, sueño o hambre. Pero este medio —la cultura— no está dado previamente, se transmite cada vez a cada nuevo ser. De esto se trata, también, la escuela: de inocular a los niños que pasan por ella con este virus de la cultura. El deseo por saber, el placer de la lectura, el aprecio por la vida, el cuidado de sí y del otro, disfrutar de un buen baño o reconocernos en el olor de una comida, son "síntomas de que nos hemos enfermado de cultura", si me permiten jugar con la metáfora. Las respuestas a las dificultades para transmitir los límites no las encontraremos si las buscamos solamente del lado de los chicos. El camino al que nos abre la pregunta "¿Qué problema tiene este chico que no acepta los límites?", nos conduce a un desvío con respecto a la tarea docente.

En cambio, si la planteamos del lado de la sociedad, la pregunta recae sobre los medios de que disponemos para la transmisión de elementos culturales, para reconocernos como portadores y pasadores de una lengua, de una historia, de una genealogía, y para instalar a los jóvenes como herederos, como deudores, como un eslabón en esta cadena que nos constituye como sujetos; adultos que tenemos un legado para las nuevas generaciones con libertad para tomar aquello que han heredado, según palabras de Jacques Hassoun (Jacques Hassoun, (1996): Los contrabandistas de la memoria, Buenos Aires: Ediciones de la Flor.).

Al quedar planteado de nuestro lado, la pregunta recae sobre las condiciones que habilitan que cada nuevo ser "se enferme de cultura"; en cuyo recorrido, irá apropiándose de los recursos que se le ofrecen a cambio de los modos de respuestas primitivas que se le exige abandonar. Entonces, la pregunta recae en lo que como sociedad le ofrecemos a cambio de lo que se le exige. Porque debemos reconocer que "ser civilizado" es una exigencia por la que recibimos a cambio el reconocimiento de los otros, el afecto de las personas significativas para nosotros, una imagen de uno mismo que nos reconcilia con nuestro espejo, un lugar de pertenencia, disfrutar de los logros, satisfacciones sustitutivas valoradas socialmente, etc. Por supuesto, para algunos chicos este abanico es más rico que para otros.

Si en lugar de verlos como sin límites, los reconocemos como profunda y dolorosamente limitados, nuestra tarea toma otro sentido. Limitados, precisamente, de una historia, de una identidad, de un lugar de pertenencia, de lazos afectivos, de un mañana, de un porqué y de un para qué vivir, en síntesis, de aquellos recursos simbólicos que nos constituyen como sujetos incluidos en una trama de sentidos sociales.

Sabemos que este fenómeno es un signo de la época, y que por lo tanto, atraviesa todos los sectores sociales, culturales y económicos. Sin embargo, desde un punto de vista metodológico, las observaciones y análisis no pueden hacerse de manera generalizada sin contemplar sus particularidades y diferencias. Que el texto recorte esta temática en los sectores más desprotegidos y vulnerables de la sociedad se debe, entre otros motivos, a las circunstancias y contextos de trabajo para los que fue pensado.

Laura Kiel. Psicoanalista. Doctoranda de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. Capacitadora del CePA. Docente e investigadora de la Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.

Mas informacion:
Fuente: Escuela de Capacitación CEPA

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