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29 DE JUNIO DE 2009 | EL AXIOMA ITALIANO

Ilaciones en torno al axioma italiano

En primer lugar, un ejercicio circular de ciencia-ficción. Hace cientos de miles de años, tal vez millones, algo ocurrió con la sexualidad humana que dio origen al lenguaje. El hombre que habitaba entonces las planicies africanas perdió contacto con los signos que le permitían aparearse, las ceremonias instintivas del cortejo nupcial desaparecieron.

Por Carlos Faig
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En lugar del alardeo erótico surgió –de golpe, como lo entreve Lévi-Strauss– la lengua. ¿Cómo se pondrían de acuerdo los primitivos sobre el sentido y el buen uso de unas pocas primeras palabras, si para eso necesitaban palabras? Sin embargo, en tren de hacer jugar la imaginación sobre los orígenes, la historia bien pudo ser otra e inversa. Un meteorito, gemelo de aquel al que se atribuye el origen de la vida, cayó sobre una horda de primitivos y, no sabemos cómo, trajo consigo el lenguaje.

El impacto proveyó un código. Un regalo del cielo. Esto repercutió en la sexualidad de nuestros antepasados que notaron rápidamente, y en tono de queja, que la cosa ya no era como había sido. Decía Kierkegaard –en un razonamiento tendencioso y cartesiano– que si hay algo seguro es que por sí mismo el hombre no pudo inventar el lenguaje.
Un enunciado bivalente expone, un poco en broma, un poco como hipótesis ficticia, una extrapolación filosófica y antropológica de la enseñanza de Lacan: O bien la pérdida de la relación sexual –leemos– da origen al lenguaje, o bien, la aparición del lenguaje corta la relación sexual. Creemos de utilidad reformular aquí este enunciado como un axioma, aun cuando se trataba inicialmente de una concesión de Lacan a la audiencia italiana. Un aspecto afirma lo siguiente: El lenguaje carece de los significantes del sexo; esto lo constituye como tal y le da sus características propias. Esta cara del axioma se instala retroactivamente –entre los diez primeros seminarios, tal vez ya en los grafos, pero sin que podamos aproximarla mejor– en cuanto somos capaces de despejarla. Una de las primeras deducciones que se siguen, y veremos a continuación, sostiene que la lengua suple al agujero de la sexualidad y adquiere por tanto una referencia sexual.
En cuanto el partenaire del hombre es el lenguaje importa que falten los significantes que podrían proporcionar una localización sexual. En cualquier otro caso, sin la generalización del Edipo que impone esta concepción –los padres interesan como objetos incestuosos porque son el lugar donde flexiona el lenguaje–, el sujeto diría, ironizando y parafraseando los hechos, que la historia tiene leyes que a él no le incumben. Fijemos la idea. Aun aceptando que no hay relación sexual, podrían existir fenómenos de impriting o conductas instintivas no formulables en el significante y, sin embargo, ajustadas al objeto sexual. Esto queda descartado por hipótesis si el partenaire se presenta como coextensivo de la lengua.
En esa órbita, la falta de significantes que afecta a la lengua termina por ser referida al fantasma, que la resuelve, al menos provisoriamente, mientras que la pérdida implicada por la sexualidad se juega en relación a la pulsión.
En segundo lugar, imaginemos un ejercicio científico simple. Podríamos partir, inspirándonos en el enunciado de Lacan pero llevándolo a otro terreno, de una observación empírica y, con toda propiedad, clínica: la especie humana padece un desorden corporal del goce. Imaginemos la estadística y el panorama de las relaciones sexuales en cientos de matrimonios encuestados satisfactoriamente y entrevistados con frecuencia durante dos o tres décadas. Este ejercicio haría visible, tal vez mediante gráficos y tendencias, que el goce sexual es excesivo por sobreabundancia o por defecto, rara vez armonioso. El hombre se halla perdido en lo que respecta a la relación sexual –perogrullada y verdad de la literatura–, y gran parte de lo que transcurre en un análisis, el trasfondo, tiene que ver con ese dato.
Por cierto, en la medida en que el enunciado de Lacan es bivalente hay que situar su otra cara, un segundo aspecto. No solo la lengua está en falta: existe una imposibilidad para realizar la sexualidad, y es propia del huésped del lenguaje. Lacan llamaba demansion a la lengua porque siempre es cohabitada. Si la demansion del lenguaje soporta (o se soporta de) una falta –donde convive con el hablante– que pone en marcha la significación, por otro lado, se encuentra con una satisfacción problemática que debemos precisar. Freud sostenía que la sexualidad padecía de una rajadura poco natural. Veremos en nuestro segundo punto que la pulsión busca restaurar una potencia de satisfacción que surge après coup de la elección. La pulsión es parcial, y, al desligarse de la relación sexual (que viene a ocupar el lugar de lo que está en potencia), se ve destinada a concurrir con el lenguaje, incluso a producirlo.

LENGUAJE. Permítasenos comparar al lenguaje con ese diccionario que naturalmente llevaríamos a una isla desierta pero al que se le han extraído algunos términos, y dar por supuesto, además, que esta operación tiene correlato en el cuerpo o, incluso, se origina en él. Convengamos aún que si la lengua fuera un código y se conformara de signos estables, que al diccionario le faltara media carilla no comportaría mayores consecuencias. En la medida en que el sistema se basa en el reenvío, finalmente se construye un gran círculo girando alrededor de un agujero. Esto tiene consecuencias inmediatas y de importancia. Por un lado, toda la significación queda pendiente del sexo. La lengua en su conjunto resulta cifrada. Por otro, existe un punto, un cierto agujero, en el que escapamos a la captura del lenguaje. El Otro, el lugar del código, es un espacio combinatorio del que no podríamos salir, estaríamos apresados allí, si no consiguiéramos perforarlo de alguna manera. El significante permanecería eternamente representándonos para otro significante, y no sabríamos jamás nada de esa operación. La no-relación se emparienta aquí con la función de la libertad.
En esa óptica precisa nos interesa la relación entre significante y significado. Y, ante todo, se explica por qué el psicoanálisis debió prestar atención al estructuralismo. Había que pasar por ese terreno engañosamente común para demostrar que la lengua no está compuesta por signos ni hecha para significar, sino para hacer surgir al sujeto.
Es necesario partir de este encuentro, que prosigue en una persistente explicación, para obtener una ilación coherente. Pero, ¿por qué el Seminario –pretendiéndose un código incompleto– prosigue esa tarea que se quiere finita pero hace serie? El punto de partida que había tomado Lacan en las ciencias del lenguaje se modifica. El programa estructuralista inicial sufre un culatazo que lo disloca. La ciencia en fusión, por así llamar a la lingüística, deja de proveer el método a partir del cual se deduce: ella misma soporta consecuencias. Entonces, todo gira, se desplaza. Con un notable esfuerzo, Lacan nos obliga a abandonar el prejuicio de que el lenguaje fue hecho para significar, y nos muestra qué bebemos en los intervalos significantes.
Que seamos hablantes nos permite intuir que cualquier palabra, aun una frase, puede tener una connotación sexual; y no sólo en la práctica analítica sino en el lenguaje común y corriente. En cierta forma, según la habilidad del hablante por supuesto, según el contexto a veces, cualquier dicho es capaz de aludir al sexo. ¿Se trata de una aptitud general y abstracta del lenguaje, aplicable a cualquier campo semántico? Un tipo de connotación universal, si se puede decir así, como la que se da respecto de la sexualidad no es visible en otros dominios. A pesar de que las palabras se pueden contar, o se pueden contar sus intervalos (ligados a la respiración), no se alude insistentemente a los números y la matemática en el habla. Esto puede ocurrir, pero se limita en todo caso a un grupo de gente iniciada, que comparte códigos comunes, o que es de la parroquia, como solemos decir entre nosotros. El lenguaje tampoco remite a cada rato a la vida. Considerando que el hablante se caracteriza entre otras cosas por vivir –y, salvo en sueños, no hablaría si estuviera muerto–, esto podría ocupar un lugar central.
Existen aún otros ejemplos. Limitémonos a señalar que (como en la lógica) si todo en la lengua lleva al sexo (si todo puede demostrarse), por esta misma razón no hay significantes apropiados y específicos para designarlo (nada puede demostrarse). Carecemos de la posibilidad de significar los sexos y su relación. El lenguaje se comporta en ese aspecto como una lógica débil. Está montado sobre el agujero que deja (en él) la sexualidad y vuelve una y otra vez allí, pero carece de propiedad para resolver la cuestión.
Uno de los puntos de partida del psicoanálisis, si se lo quiere exponer como un abecé –un abecé que concurre con nuestro axioma– es, pues, que la cadena significante comporta en su origen una falla. Esta estructura particular de la lengua explica el alcance de la asociación libre: cualquier sentido lleva, en cuanto se lo extiende un poco, a una falta en el significante. Tras su origen accidental, esta técnica apunta a un dato constitutivo de la lengua. Tal como el trauma, al que inicialmente se le adjudicó un origen casual –esto reducía la castración a la historia y la anécdota–, la asociación libre se despeja a partir de la hipnosis –la historia del psicoanálisis consigna los fracasos de Freud con esta técnica– y el método de sugestión. Parece poca cosa, algo accidental y rebuscado (la ciencia, si pensamos en el método de conmutación y la combinatoria que abre, también parece hecha con poco y nada), pero finalmente se demuestra su conformación estructural.
La puntuación es una de las formas que toma el agujero del Otro, su inexistencia. Al cerrar una frase, al puntualizarla, se produce como sabemos la significación. Retroactivamente algunos o todos los elementos adquieren significación. Pero desde (hasta) el momento de cierre comienza a existir una cantidad de significaciones latentes, potenciales. Este código que se pierde con la significación, que se presenta como un plus, existe tanto como el goce perdido en la pulsión –veremos más adelante el isomorfismo que esto implica–.
En este contexto surge la importancia atribuida por Lacan a la función paterna. En esa época (en los ‘50) Lacan define al Nombre del Padre como el significante del significante. El padre simbólico, para decirlo con un ejemplo, es comparable al lugar vacío que permite ordenar unidades, decenas y centenas en la numeración posicional. Debemos distinguirlo del cero, en particular del cero-marca, en cuanto se considera un número. Si no fuera posible distribuir los lugares, como ocurre con la numeración romana, las cifras se apilarían. Sería tan improbable sumar correctamente como obtener una significación si todos los signos están en el mismo lugar. Por esto, el padre es, en algunos textos de Lacan, tratado como un significante asemántico. Es un guión y luego otro y otro. Un trazo despegado de cualquier elemento y que sólo marca el lugar. Así se establece una sucesión: Luis XV, Luis XVI, etc. El padre simbólico, cernido de esta manera, permite la sustitución. Correlativamente la teoría de Lacan compara la sucesión generacional con la cadena significante en su aspecto metafórico. Al considerar estos hechos, se pueden comprender ciertas características de las psicosis, especialmente el aspecto restitutivo de la metáfora delirante, o la regresión especular y su filo mortal (a partir de la forclusión del Nombre del Padre también en este registro hay un solo lugar).
Digámoslo de otro modo, ¿por qué tendría el padre el privilegio de representar la metáfora que separa el sentido y el no-sentido? El padre representa ante todo un orden, que hemos ilustrado con la numeración arábiga. Si la significación, en cambio, ligara directamente con el referente –lo hemos dicho antes–, este orden no tendría existencia. El lenguaje no sería un sistema caracterizado por la coherencia posicional, habría relaciones biunívocas y el código, en tanto reenvío significante, no importaría. El padre sería otra cosa. En todo caso, no tendría el privilegio del símbolo.
Prosigamos esta reflexión por su otra faz: el significado. La imposibilidad del significante de dar cuenta de sí mismo queda tomada en un significante exterior, excluido de la cadena, que representa esa falla. El Falo será, desde entonces, el significante del significado. El Edipo, por su parte, es un sistema que ubica al sujeto mediante la exclusión del goce incestuoso. Si accediera a él duplicaría al significante: sería hijo y padre, podría engendrarse a sí mismo, y por lo tanto hallaríamos un punto –un goce podrido, decía Lacan– donde el significante sería capaz de significarse a sí mismo. El padre-hijo, la madre-esposa serían equivalentes al Falo, al goce incestuoso. Podemos decir entonces que la cadena significante es al Falo como el Edipo es al incesto. Esto justifica el “estructuralismo” inicial de Lacan y su programa: el Edipo es un sistema significante. Y en ese sistema sólo el asesinato del padre y el incesto podrán conducir a la relación sexual. Estos actos producen la flexión significante que el sistema exige.
Señalemos, asimismo, que la simbolización del Otro no puede producirse en razón de la exclusión del Falo del sistema. Sería necesario que el significante se significara a sí mismo –su posición como significante y como significado se igualarían– para que el código resultara simbolizable.
El reenvío del significante termina pues en una equivalencia con el Falo, que está en espejo con el lugar del Otro. Si el trabajo de la significación se cerrara se equipararía con la significación del Falo: ambos volverían sobre sí mismos. Toda significación, nos dice la teoría, es fálica. El Falo, como se comprenderá, está ligado a lo que sabe el lenguaje. Esta función se conoce mejor en lo que respecta al (a) en la transferencia.
Se ve entonces la correspondencia entre el Nombre del Padre y el Falo, entre el lenguaje como sistema de coherencia posicional y la exclusión del sexo, o, simplemente, entre significante y significado.

PULSIÓN. Permítasenos ahora comparar al movimiento de la pulsión con la basílica de San Marcos, en Venecia. En esta construcción medieval –el organismo, en este ejemplo–, y en algunas otras que sobreviven, el espacio se organiza alrededor de un vacío, se hace circular. De ahí su carácter paradigmático. No se trata todavía de un espacio perspectivo. En San Marcos nos hallamos frente a un cruzamiento de superficies y no ante un espacio lineal. Ante todo hallamos un nudo, una marca pulsional del vacío, que implica una “pérdida”, y tiene, en nuestra comparación, correlato en la lengua, o incluso se origina en ella.
El renacimiento y la perspectiva lineal ocultaran el vacío cuando las paredes se construyan imitando a la pintura y, por tanto, siguiendo las leyes de la perspectiva. Hasta entonces no había un punto de vista geometral. Dentro de la basílica, no se ve el conjunto en su totalidad desde ningún lado. Esto se debe a que el ojo, y la perspectiva lineal, están sustituidos (aunque se entenderá que históricamente es al revés) por un círculo. Este vacío central esférico muestra (mira) en todas direcciones. Los mosaicos del piso, en algunos sectores, reproducen esta disposición: un gran círculo rodeado de círculos más pequeños.
La arquitectura es “pulsional” porque obra el vacío; al situarlo nos sitúa. Funciona como una localización, sobre todo como una marca, en tanto encierra y determina al vacío entre paredes.
Así pues, San Marcos nos permite intuir que la Cosa es el lugar de la pulsión. Pero el vacío que se rodea –insistamos–, aunque se pretenda sacro, nunca existió. Surge après coup, en la medida en que la circunvalación del vacío produce una falta. Con posterioridad a que el trabajo de la pulsión delimite al Otro instalando allí un presencia imposible. La pulsión, al ubicar una falta sobre el vacío ilimitado del Otro, lo finitiza. Por eso Lacan discutió el concepto freudiano de objeto perdido, y le dio un estatuto mítico.
Veamos un segundo ejemplo. Piénsese en la cuestión del Ideal y su suelo pulsional, para tomar el mismo problema del lado de la representación, es decir, en otro registro. Cambiemos los cuatro soberbios caballos bizantinos de San Marcos por un grupo de rock: Los Beatles. Se los ha visto y oído en todos lados. El mundo entero los festejó. Cuando vemos alguna filmación de la época, un documental, nunca falta alguna fan que invade el campo, si se trata de un estadio, y hace gestos desordenados, denotando urgencia y satisfacción, para que los integrantes del grupo la vean. El Ideal, al menos en este ejemplo, alcanza una forma próxima si no a la circularidad del goce al menos a la de la imagen onírica, mientras que la irrupción produce una localización, una representación. Y, por cierto, aún la vemos, persiste. La fan consiguió participar (estaba ya allí representada) unos segundos del espectáculo del mundo. Ella fue Los Beatles. En este caso, aunque en otro registro, la presencia deviene posible.
Es necesario apreciar el campo que abre el Seminario desde dos ópticas, y situarse del lado de la pulsión tanto como desde el lenguaje, aunque tampoco se obtenga así un panorama completo. La lengua y el sexo no se visualizan ni se aprehenden juntos; concurren y se ocultan uno en el otro. Por eso nos dirigiremos a establecer un isomorfismo en el que ambos cursan.
El movimiento de ida y vuelta de la pulsión –lo que circunda y lo que localiza– produce una marca orgánica comparable a la función del objeto en el fantasma. En efecto, el objeto suple la falta de significante que simboliza al sujeto y lo ubica. Ambos términos son isomorfos, o, para decirlo como Lacan, existe una comunidad topológica de las hiancias en juego. No obstante, esta comunidad no autoriza a confundir los niveles en juego.
El carácter circular e infinito de la significación, que constituye retroactivamente al código, aparece en la pulsión como goce infinito. El Otro es alternativamente así el lenguaje y el cuerpo. Si en la lengua la pérdida del significante sexual representa un código que nunca se tuvo, en la sexualidad se pierde un goce que (ahora, localizada la falta) nos circunda, y puede traducirse entonces en términos de infinito, esfericidad, incluso omnipotencia.
Si partimos de la afirmación de Lacan de que el mundo es omnivoyeur, si somos vistos desde todos lados, nada nos protege, y no estamos allí ubicados. El retorno sobre la zona erógena, lo que constituye el punto de vista, nos permite salir de ese terreno escópico que nos circunda. Solo debemos agregar que la mirada, en cuanto se la considera como objeto perdido, no hace más que traducir como pérdida algo que nunca estuvo allí. Ni siquiera había entonces un sujeto.
Pensemos, asimismo, en la función del mimetismo para intuir cómo se pasa de una captura por el medio a situarse en un punto, pariente cercano de la máscara, que representa la visión. Cuando el insecto se enmascara con su entorno, escapa a la captura de la mirada que lo rodea. La amenaza pendía sobre él, desde todos lados. Y aunque la captura, como decía Roger Callois, sea más juguetona que adaptativa, la estructura es similar. El animal identificado es el paisaje que era antes. Apenas se diferencia de él. Y, además, en el animal, que sepamos, no existe la pérdida ni se localiza falta alguna.
Recordemos la importancia que otorga el psicoanálisis a la escena primaria en relación con el goce. El niño, excluido de la escena y envuelto por ella, es el objeto que cierra el goce parental. Desde ese elemento tercero, que asume la insatisfacción (volatiliza el resto que deja la unión de la cupla en tanto funciona como −φ), la pareja se completa y puede decirse que es lograda. El niño es capturado por un goce parental que, porque ahora es, entonces, estuvo antes. Resulta confrontado a un goce que pone en juego su presencia.
Abstrayendo las diferencias que atañen a la especificidad de cada pulsión, su estructura, su funcionamiento y su construcción après coup, es la misma en todo el registro pulsional. En la pulsión oral, para poner otro ejemplo, el sujeto se separa del seno como de un objeto que le pertenecía. Hasta (desde) entonces se amamantaba de sí mismo, creando un círculo.
La cuestión de la pulsión debe pues precisarse en relación con la topología. Se sabe que en el seminario XI falta el desarrollo de figuras topológicas, en diversos temas, debido al cambio de audiencia que se había suscitado. Algunos esquemas son utilizados provisoriamente y deberían terminar reemplazándose por las figuras aludidas en ellos. Tal es el caso del recorrido de la pulsión. El dibujo del vector que parte de la zona erógena y vuelve sobre ella debe reemplazarse por el toro, el cross-cap, etc. Cada una de esas formas está en relación con una pulsión.
Todas estas figuras se caracterizan por invertir la relación entre interior y exterior. Son construcciones, si se puede decir así, que se invaginan sobre sí mismas a partir de un punto de interpenetración, de un agujero. Al alcanzar el exterior dan con el deseo del Otro, es decir, con el Falo y, por lo tanto, conectan con la falta de significante de la lengua. Se intuye entonces la equiparación que realiza Lacan entre pulsión y deseo del analista.
La banda de Moebius produce una inversión simple del exterior y el interior comparable a un círculo, o mejor, a una esfera, si asumimos que éste en un caso contiene el interior y en otro el exterior.
El toro, un poco más complejo, da vuelta el interior (el aire del neumático) hacia un exterior que lo rodea por fuera y por dentro del anillo. El exterior central y el periférico pasan al interior del toro.
El cross-cap, tal vez la figura más difícil, es una esfera constituida en banda de Moebius, es decir, unilátera. El pasaje es, entonces, equivalente al del círculo, pero se produce dos veces. El interior se hace exterior; el exterior se hace interior. El ocho de su giro pasa por dentro y por fuera a la vez.
La botella de Klein produce una inversión del espacio equivalente a la del toro, pero la realiza también dos veces. Es un toro en banda de Moebius y por lo tanto hay que imaginar que la pared interior pasa al exterior, y viceversa.
Así pues, en esta rápida descripción la botella de Klein dobla al toro, y el cross-cap dobla a la banda de Moebius.
Tomemos la figura más simple. La esfera –que en cuanto a la función que representa puede hacerse corresponder con la banda de Moebius– simboliza la pulsión oral. El punto de invaginación, de ida y vuelta, que podemos suponer dado por el contorno de la figura, representa la localización orgánica, y funciona como una persiana, o mejor, un cambiador, un switch.
En el caso de las tres pulsiones restantes, el toro representa a la pulsión anal, el cross-cap refiere a la pulsión escópica, la Botella de Klein remite a la pulsión invocante. Y la pulsión omitida nos lleva al último tema de este ensayo.

ARTICULACIÓN FÁLICA. Resumamos. El pasaje del significante al significado implica una pérdida que hemos ligado a la sexualidad. La relación entre la lengua y el sexo se adecua bien al concepto que Saussure tenía del lenguaje y especialmente a la partición entre significante y significado. El encuentro de Saussure y Lacan en muchos aspectos era ineludible. Pero el sacramento que los une no puede traducirse en una materia o una sustancia; consiste ante todo en una falta –que no nos atrevemos a suponer común–. La falta de ubicación sexual en el lenguaje hace eco y se corresponde –hemos insistido sobre este eje– con el terreno pulsional, con el trabajo de la pulsión. Es por eso que existe, en efecto, una comunidad topológica. El potencial de significación que se produce après coup, una vez cerrada la significación, consuena con la idea de pérdida retroactiva que implica la pulsión y su trabajo, ligado a la presencia, a su instalación como falta. En ambos casos, además, lo perdido carece de entidad, no existió nunca como tal. Cuando realizamos una traducción, por ejemplo, perdemos el potencial de la otra lengua, su contexto latente. Una palabra traducida de una lengua a otra pierde una gran parte de las resonancias sintagmáticas y paradigmáticas que tenía en la lengua de origen. Sin embargo, esta pérdida nunca estuvo a nuestra disposición, nunca la poseímos. Así pues, de un lado convergen el fantasma (la marca que lo caracteriza) y el trabajo de la pulsión (otra marca: la presencia bajo la forma de la falta), mientras que del otro lado se produce una imposibilidad como resultado de esa localización. Si la significación se construye a posteriori, desde la puntuación, o bien, si el fantasma, y en especial el objeto, cierra el reenvío de la significación, en el terreno sexual es una localización orgánica, ligada íntimamente a la presencia, la que limita el goce. La infinitud del goce y la circularidad de la significación se agrupan de un lado; el fantasma y el trabajo de la pulsión funcionan como corte del otro lado.
El fantasma nos presenta un objeto cerrando la significación, en especial la significación del ser sexuado que se ha visto confrontado al hecho de que el Otro no dispone de los significantes para situarse como hombre o mujer. El objeto –homotópico– tapa esa carencia. La obtura. El agujero que se produce en el Otro permite detener el reenvío infinito y circular de la significación. En la pulsión encontramos el mismo problema en relación con la omnipotencia de la mirada, el mundo como omnivoyeur, el silencio rodeando al sujeto no ubicado, la esfericidad en el plano de la pulsión oral, etc., en relación con la falta y su implicación de una identidad imposible. Digamos aun de otra manera la relación entre objeto y significación. El corte del fantasma, el atravesamiento, se produce sobre el campo del Otro y, por tanto, lo fractura. Por esto, en tanto el fantasma siga siendo de una pieza, el Otro se sostiene como tal. Es decisivo observar que el funcionamiento del fantasma y el de la pulsión son paralelos. Al punto de que el trabajo de la pulsión, al localizar la falta y limitar al Otro, se ve retomado en el fantasma, que limita el trabajo de la significación. El plus de sentido se hace equiparable –insistimos en esto– al plus de gozar. El movimiento de disolución après coup y presencia imposible, en el terreno de la pulsión, puede así confrontarse a la función del fantasma: la alternancia de sujeto y objeto inscribe el movimiento. El objeto de la pulsión, en tanto el organismo no está inicialmente separado del paisaje, está en el “sujeto”, en el organismo formando parte del medio. Ni sujeto ni objeto están todavía allí. Solo en la medida en que la escritura recoge esa ausencia –la escritura del fantasma–, la fantasía concierne a la sexualidad.
El inconsciente es, decía Lacan, del orden de lo no realizado, un campo que por su naturaleza se pierde, o aun, algo que se abre para cerrarse inmediatamente. En ese sentido, el inconsciente y la pulsión son potencialidades, campos caracterizados por una existencia problemática. Uno obra su deber ser (su estatuto ético) en relación con la lengua, el otro en relación con la satisfacción. Transferencia y repetición –dos formas que han manifestado siempre un parentesco difícil de elucidar– se ubican del lado del sentido, donde el significado se lee (si no hay Otro, hace falta la letra para situar el plus de sentido). El lado del sexo, aunque remita a la escritura del fantasma (el objeto que cubre la A barrada tiene función de letra), juega su plus en la satisfacción, vale decir, en el plus-de-jouir. Son estos nuestros últimos cuatro.
El Seminario, al menos cuando liga sexualidad y lenguaje, se expone en un doble movimiento que recuerda los pisos del gráfico del deseo. En efecto, podríamos fácilmente ubicar a la significación en el piso inferior y a la pulsión en el piso superior –Lacan le llama “tesoro de los significantes”–, como de hecho ocurre en el grafo. El lapsus, por ejemplo, en el piso inferior; la fantasía inconsciente en el piso superior. Ambas cuestiones se ligan a un plus, ya sea de significación o de goce. Por otro lado, y concomitantemente, en los dos planos, del fantasma y de la pulsión, se va a producir una ubicación del sujeto y del organismo. En el fantasma porque el objeto, como acabamos de decir, lo representa en una marca. En la pulsión porque el corte orgánico le da posición. Estamos aquí en el meollo de la estructura. Pero antes de abordarlo directamente detengámonos un instante en el paralelo que presentan las máscaras de ese punto fálico de la estructura. Este paralelo nos proporciona una ilustración y una introducción. Observemos en principio que si la máscara oculta nuestra presencia, el Falo, en cuanto representa la turgencia vital, sólo puede aparecer velado, desplazado. La máscara, en efecto, tiene una función equivalente a la del Falo en tanto comporta el doble aspecto de ser un objeto que nos retira de la omnipotencia de la mirada (pulsión) y que nos representa (por ejemplo, en una filiación, en un tótem, etc.), o, simplemente, que intenta representar nuestra desaparición cuando todavía estamos allí. La máscara se halla en el cruce de dos dominios: la representación y la sexualidad –que por estar presente no puede ser representada–.
¿Cómo se produce ese cruzamiento y esa convergencia en el plano fálico? A nivel sexual, la satisfacción pulsional se caracteriza por la deriva del goce como consecuencia de la falta de objeto en el nivel fálico. La función fálica impone que la pulsión parcial tome el lugar de la genitalidad. La satisfacción se deriva de y en esa sustitución. En cuanto a la representación, el juego significante, en la medida en que se desliza sobre el sentido sexual en falta, presenta la misma estructura que la deriva; es decir, se trata de estructuras homeomorfas. Giramos siempre alrededor del mismo eje.
El isomorfismo existente entre las dos naturalezas del Otro, si podemos decirlo así, nos permite comprender por qué razón operando con palabras se tiene un grado de eficacia sobre un registro muy diferente, la sexualidad. La asociación libre nos conduce a su término a un órgano penosamente transformado en significante. Que el lenguaje en el análisis, y la palabra, es decir, la asociación libre, lleve a la pulsión es la misma cuestión que hace al complejo de castración en tanto implica una duplicidad del órgano.
En la medida en que las pulsiones derivan, como dijimos, el Falo funciona como agujero. Es el agujero que se suplanta (por eso, como se habrá anticipado, no tiene una figura topológica propia) y liga las pulsiones. En la significación, en el plano del lenguaje, F lleva a la falta de significante. Su irrupción implica que los significantes del sexo se borren. Alcanzamos por ahí la prohibición del incesto, el ordenamiento generacional que este impone, incluso, ya lo hemos mencionado, la función del padre.
Entre −φ y F, el Falo simbólico, cuya definición como significante del goce es muy conocida, existe la misma relación que en general afecta al goce y al objeto (a). En lugar del goce que no estuvo, que desde este presente decimos perdido, hallamos la relación sexual. Agreguemos que entonces −φ es a F como (a) es al goce. El goce excluido, potencialmente infinito, resulta generado a partir de −φ. Este corte, situado de una manera más pedestre, es la detumescencia. De este conjunto de cuestiones se deduce lógicamente la no-relación sexual.
Existe, por cierto, una primacía genital, como se expresaba Freud, pero ahuecada. La (falta de) pulsión genital transporta, por necesidad propia, hacia el campo del Otro, en busca del significante apto para suplir la carencia. En otros términos, la falta de instrumento copulatorio concurre con la suplencia del sentido. Esto, bien mirado, da cuenta del Edipo y la represión, por hipótesis, de las catexias incestuosas. Asimismo, concurre con la especificidad de la satisfacción sexual en el hablante, puesto que esta satisfacción (contrariamente a lo que ocurriría si la analidad, la oralidad, etc., no tuvieran una función sustitutiva) se liga a un partenaire hallado en el terreno del lenguaje y el sentido. La reproducción exige el equívoco.
Volvemos a encontrar así al axioma italiano, en medio de las articulaciones más álgidas del psicoanálisis.
Entre el diccionario etimológico de Bloch y Von Wartburg y la basílica de San Marcos hay un agujero: la vinculación fálica del registro pulsional con el lenguaje es el núcleo duro del lacanismo. El resto de la teoría es, comparada con ese punto virulento, mero entretenimiento, un pasatiempo.

Finalmente, debemos atender al modo de resolución de la sexualidad que conduce al semblant.
Permítasenos para esto aludir al tema del número en relación con la diferencia de los sexos. La “x” donde convergen la lengua y la pulsión genera algo semejante al número, que puede nombrarse –existe la cifra en el lenguaje–, pero que se desarrolla en lo real. Es por eso que el sector final del Seminario se desplaza hacia el matema. Y por eso, asimismo, Lacan hablaba en Montpellier, en 1973, en ocasión de un congreso, de un nuevo comienzo, centrado en la matemática y ya no en el significante.
Que el Falo, como vimos, se encuentre de los dos lados le permite cumplir un rol similar al del número, al menos en ese aspecto. La flexión que cumple podemos verla desde dos ópticas: como lograda (el sexo se nombra), como agujero (por donde conecta con la pulsión y lo real). El agujero es lo que la flexión sobre sí bordea.
Ubiquemos allí al objeto y para concluir, volvamos a la arquitectura, no ya a la de San Marcos, si no a la de los asilos. Las paredes –decía Lacan a propósito de la internación de los psicóticos (el caso Aimée), y de su enseñanza– devuelven la voz. Hay un eco. Pero cuando esa voz vuelve sobre mí, es mi voz. La reconozco como propia. En otros términos: la ubicación del Otro en el circuito pulsional, su rodeo, hace que el organismo se localice. El Otro me devuelve mi voz, mi mirada, mi succión, o mi retención. Se entiende entonces el privilegio que adquiere la pulsión fálica (o genital) respecto del goce. Con ella se produce la característica antropomorfa del fantasma, su valor (en otro registro) especular. La −φ hace apto al partenaire para devolver el objeto: no lo tiene. Cualquier engaño, toda ilusión se disipa. El Otro es allí tan insoslayable como inexistente.
Desde entonces, el “mi” liga con la unificación del sujeto, como también es el caso en el plus de gozar, pero se vuelve peligrosa su enunciación (“Lo que a mi me gusta…”) porque remite a la castración. Ese lugar pone en juego “mi” sexo, junto con mi satisfacción.
Ese mi es el lugar de una máscara, pero esta vez con su significación de persona. El sujeto llega a reconocerse a través de ese semblant como sexuado. Se puede decir hombre o mujer, al modo de una cifra. Y lo dice en el momento preciso en que la máscara queda adherida al rostro.


Carlos Faig. Psicólogo (UBA) y psicoanalista. Publicaciones: La transferencia supuesta de Lacan, ed. Xavier Boveda, Bs. As., l985; La clínica psicoanalítica, Xavier Boveda, 1986; Lecturas clínicas, Xavier Bóveda, 1989; Refutaciones en psicoanálisis, Alfasì, 1991; Nuevas refutaciones..., Alfasì, 1991; La escritura del fantasma, Alfasì, 1990; El saber supuesto, Alfasí, 1989. Ex profesor UBA (adjunto en Psicología comprensiva y titular en Fundamentos de la práctica analítica).

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