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Dos o tres cosas que yo sé de Lacan

Permítasenos, para introducirnos en tema, recordar un antiguo sueño que todavía nos convoca. Hacia 1900 una señora vienesa lo relata a Freud y, según deduce, contradice su teoría de la realización de deseos: “Quiero dar una comida, pero no dispongo sino de un poco de salmón ahumado. Pienso en salir para comprar lo necesario, pero recuerdo que es domingo y que las tiendas están cerradas.

Por Carlos Faig
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Intento luego telefonear a algunos proveedores, y resulta que el teléfono no funciona. De este modo, tengo que renunciar al deseo de dar una comida.” Las primeras asociaciones no bastan a Freud para realizar una interpretación. Pero, luego de vencida la resistencia −después de una pausa: muy rápidamente, retengámoslo, nos vemos devueltos al terreno del deseo−, las cosas comienzan a aclararse: “(La paciente) ayer fue a visitar a una amiga suya de la que se halla celosa, pues su marido la celebra siempre extraordinariamente. Por fortuna, está muy seca y delgada y a su marido le gustan las mujeres de formas llenas. ¿De qué habló su amiga durante la visita?

Naturalmente, de su deseo de engordar. Además, le preguntó: ‘¿Cuándo vuelve usted a convidarnos a comer? En su casa se come siempre maravillosamente’.” Freud encuentra entonces una de las interpretaciones del sueño: “‘¡Cualquier día te convido yo, para que engordes hartándote de comer a costa mía y gustes luego más a mi marido!’ De este modo, cuando a la noche siguiente sueña usted que no puede dar una comida, no hace su sueño sino realizar su deseo de no colaborar a redondear las formas de su amiga.” Es así que el deseo de la paciente consiste en que no se realice un deseo de su amiga. En su lugar, sueña que no se realiza un deseo propio. Se identifica, pues, con ella. Nace así la “infección psíquica”. La labor de Freud es lograda, digámoslo, satisfactoria.
¿Cuál es el interés de esta comunicación, más allá de que Freud, que se siente provocado, vuelva a poner las cosas en su lugar en cuanto al deseo del sueño y transcriba uno de los primeros sueños de transferencia que conocemos (el deseo de contradecirlo)? Es evidente que la señora vienesa −“la bella carnicera” desde entonces−, estaba “bien atendida” por su marido. Nadie, mirándole la cara, se hubiera atrevido a decirle lo contrario. Y esto es lo perturbador. El motivo mismo quizá de la prisa de Freud. La bella carnicera, oficiosamente, había encontrado su “dulce camionero”. De no ser así, la observación carecería de interés: se entendería por qué ese deseo insatisfecho. Entonces, ¿qué quiere?
Charcot y Bernheim (a quien Freud cita), un tiempo antes, habían colaborado un tanto inadvertidamente en el laborioso intento de situar a la histeria en la perspectiva correcta. Con sus experimentos sobre la hipnosis proveen una argumentación que rebate la idea de que la histérica simula, o directamente miente. Ponen, pues, a Freud sobre la pista. Ciertos actos y síntomas propios de la histeria recuerdan los encargos posthipnóticos. Poco después, estos síntomas son tomados en otra órbita. Nace el psicoanálisis.
Ahora bien, y entramos de lleno en lo que nos interesa, unos setenta años después de La interpretación de los sueños, Lacan afirma que las histéricas se curan de todo salvo de la histeria. Se podría pensar, transferencia mediante, que el analista queda insatisfecho: no cura. Con esto se obtendría un final de análisis y todo tendría un feliz término. Sin embargo, esquivando la generalización, podemos tomar a la letra la frase de Lacan y, por tanto, la insatisfacción de la histeria. Y si esto es literalmente así, se esboza un sexo más allá del sexo que conocemos. Se entreabre pues una dimensión lujuriosa. Pero, hay que observarlo, Freud ante esa lujuria se detiene. Toda su vida y a lo largo de su obra se preguntó qué quiere la mujer. La imagen y el símbolo, la figura del Padre, retorcida por el mito de la horda primitiva, es, por otro lado y concomitantemente, el tapón que encuentra. Hay algo insoportable en Freud, decía Lacan. Inaudible. Inaguantable. Muy curiosamente, cada vez que Lacan se acerca e intenta cernir lo que se atisba, un hecho “fortuito” lo frena. Nos deja librados al principio del placer. El seminario Los nombres del padre −que solo nos entrega su primera lección− iba a abordar ese tema. En su programa, según podemos imaginarlo y restituirlo, en su base misma estaba en juego una retoma por su otra faz del tema edípico. El interdicto del Edipo, la prohibición del incesto, deviene, cortada por su revés, el goce incestuoso como salvaguarda del sexo excluido. El complejo de Edipo se aprehende entonces como un engaña-ojo, en trompe-l’oeil. Freud prefirió, ya es parte de la historia, sostener al Padre en el mito. Y Lacan −apremiado por la Internacional, y finalmente excomulgado−, que podría haber dicho algo, o mucho, se cayó la boca.
Las consecuencias de la segunda vuelta, por supuesto, son múltiples y vastas. Por un lado, el Edipo y el incesto devienen las formas históricas que toma la imposibilidad del goce. Aportan la solución de prohibir algo que de por sí es imposible. En segundo lugar, la cuestión del padre, tan importante en Freud, y del Nombre del Padre, en Lacan, pierde buena parte de su alcance. Y, sobre todo, la cuestión de devenir hombre o mujer, en relación a la exclusión del sexo, se torna problemática. La determinación de la diferencia de los sexos (mediante el Falo, el Padre, la salida del Edipo, etc.), en el mismo movimiento de su constitución, deja fuera la sexualidad. (Lacan demuestra posteriormente que la sexuación es del orden del sentido.) Así, nos vemos en la comedia.
Pero esta omisión se repite. Lacan sustrae dos veces su enunciación. El seminario XV también se interrumpe. El mayo francés (el seminario se desarrollaba en el curso lectivo 1967-1968) lo deja en suspenso. Y cuando Lacan retoma su enseñanza afirma que, así como la aceleración en la caída de los cuerpos, lo poco que le quedaba por decir era lo más importante. Lacan −sabía bien lo que era el “golpe de ascensor” − nos seduce. El punto aquí hacía a la falla propia y constitutiva del acto analítico. Lacan calla en esta oportunidad la razón de que el analista funcione como “chivo emisario”. El final del análisis, el acto, lo hace cargo de que la sexualidad no tiene arreglo: es su “culpa”.
Freud se detiene aparentemente porque no quiere o no puede ver más allá. Lacan por voluntad propia. Porque prefiere no dar a luz: “Ustedes tienen orejas para no oír y por eso dejamos acá” −nos recrimina. Pero, y aunque tal vez tenga razón, nos pone al tanto con dos o tres guiños. A las interrupciones que señalamos, agreguemos la siguiente pregunta: ¿a qué nos llevaría que la Dama, sitiada en el amor cortés, en el lugar de la Cosa, se interese libidinalmente en el asunto hasta el extravío? O bien, volviendo al sueño que relatamos al principio: ¿qué ocurre cuando una mujer muy bien provista por su marido se encuentra con un cantante de voz? Como el encuentro sería demasiado bueno, no dura mucho. En esta hipotética ilustración de Lacan se trata de la bella carnicera, aunque ella haya buscado primeramente la voz de Freud. En relación con la exclusión del sexo, la insatisfacción (histérica) no tiene pues nada de engañoso, reductible, y debemos darle un estatuto más amplio que el sintomático. Ese estatuto concierne a una forma de despertar que nos encuentra solos, aunque hayamos pernoctado en una institución o dormitado en el diván de nuestro analista.


Carlos Faig. Psicólogo (UBA) y psicoanalista. Publicaciones: La transferencia supuesta de Lacan, ed. Xavier Boveda, Bs. As., l985; La clínica psicoanalítica, Xavier Boveda, 1986; Lecturas clínicas, Xavier Bóveda, 1989; Refutaciones en psicoanálisis, Alfasì, 1991; Nuevas refutaciones..., Alfasì, 1991; La escritura del fantasma, Alfasì, 1990; El saber supuesto, Alfasí, 1989. Ex profesor UBA (adjunto en Psicología comprensiva y titular en Fundamentos de la práctica analítica).

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