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11 DE AGOSTO DE 2008 | LA NIÑEZ Y ADOLESCENCIA

Futuro porvenir-La apertura del psicoanálisis al acontecimiento

No tengo ninguna duda de que el trabajar con estudiantes regularmente, desde hace muchos años, fue para mí, y sigue siendo, fundamentalmente, un espacio para pensar en voz alta. La vida del profesor puede ser muy tediosa –como otras vidas– si “da clase” en el sentido de preparar una clase y luego ir y darla. Está amenazada, permanentemente, por la peor rutina.

Por Ricardo Rodulfo
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A cambio, la coexistencia con estudiantes, el estar continuamente en contacto con gente joven y también, por supuesto, con colegas jóvenes, colegas recién recibidos o en sus primeros años, para mí siempre ha sido verdaderamente muy vivificante y todos mis libros no estarían escritos o, en todo caso, tendrían una forma muy distinta, porque, básicamente, sus primeros borradores casi siempre, o en una proporción muy amplia por lo menos, salieron de clases luego desgrabadas, sobre todo en la Facultad de Psicología de Buenos Aires, pero también en lugares como aquí y otros espacios.

Además, cuando digo: “La apertura del psicoanálisis al acontecimiento” estoy implicando un porvenir, y a ese porvenir están llamados, precisamente y muy en particular, muchos que hoy son estudiantes aquí y en otras partes. La implicación recíproca es muy fuerte.
¿Qué quiero decir con “La apertura del psicoanálisis al acontecimiento” o, también, “futuro porvenir”? Por lo pronto interpreto estos títulos, pues me surgieron sin pensarlo. Título en un doble sentido: por una parte, el psicoanálisis como disciplina tiene viejos problemas y está en deuda con el acontecimiento, con pensar el acontecimiento, con pensar la diferencia, lo nuevo que, a través del acontecimiento, puede generarse. Vamos a volver sobre esto luego, pero las diferentes teorías psicoanalíticas en sus enmarcamientos más tradicionales, no sé si han hecho justicia a la cuestión del acontecimiento, aunque el mismo psicoanálisis, después de todo, emergió como acontecimiento.
Por otra parte, vuelvo sobre una interrogación de un pensador que se ocupó tanto como pudo de aquel, Jacques Derrida (1930-2004), quien desde su propio campo, el filosófico, lo pensó mucho, lo amó mucho. Y Derrida se preguntaba si al psicoanálisis le podría acontecer, algún día, el psicoanálisis; si al psicoanálisis le podría ocurrir el psicoanálisis como acontecimiento, refiriéndose a operaciones mitopolíticas demasiado repetidas en la historia del psicoanálisis, sobre las que me ocuparé un poco. Primera cuestión.
En tanto acontecimiento, yo diría que, además, habría que volver sobre un punto: antes que una teoría o una práctica codificada o realizada desde una teoría, antes que eso –en un sentido no sólo temporal–, el psicoanálisis es una experiencia, una experiencia que pasa por el cuerpo, por lo tanto por la subjetividad de alguien, y es una experiencia de la singularidad. Una experiencia tanto desde la posición de paciente como desde la posición de analista (quien por eso mismo, además, sabemos que tiene como un requisito esencial el conocerla en sus dos extremos). Por eso mismo –y no por una razón formal o por un vago ideal de normalidad o de normalización–, el psicoanalista, a diferencia de otros profesionales, debe pasar por un psicoanálisis. No puede practicar el psicoanálisis desde afuera, como es posible hacerlo en otras disciplinas. Primero, el psicoanálisis debe ser una experiencia. Esto, cierta tradición occidental en la que estamos, y de la que el psicoanálisis no puede escapar, suele de alguna manera encubrirlo o reprimirlo un poco porque, en un sentido muy típicamente occidental, solemos privilegiar la formación teórica, la capacitación teórica y todas esas cosas que, por cierto, no está en mi ánimo minimizar. Así, la idea de la formación, demasiadas veces, no deja de tener cierto sesgo “intelectual”, característico de disociaciones propias de nuestra cultura, que no dejan pensar, por ejemplo, cómo un psicoanalista kleiniano se puede parecer más, en su manera de trabajar, a un psicoanalista lacaniano que a otro psicoanalista kleiniano, o que ese psicoanalista lacaniano a otro psicoanalista lacaniano, y lo mismo podría decirse de cualquier escuela que a uno se le ocurra. Por eso, en todas las corrientes teóricas que hay en el psicoanálisis es posible encontrar terapeutas muy capaces –por lo menos en ciertos encuentros con ciertos pacientes– y analistas que no parecen serlo tanto, analistas más confiables y analistas menos confiables. No está para nada probado que los de una corriente trabajen mejor que los otros, o que sean más éticos o más confiables.
Como el psicoanálisis es una experiencia, depende de un encuentro y, por eso mismo, Winnicott decía que, de pronto, un paciente podía andar mucho mejor con un psicoanalista joven y relativamente inexperto que con un gran “pope”, sencillamente porque el primero le prestaba mucha más atención y el segundo podía creer que “ya estaba de vuelta”, que ya sabía. Quiero decir con esto que el ser un buen analista no es una mera cuestión individual y de capacidad, aunque hay que formarse, leer, supervisar, estudiar, y todas esas cosas que no podemos dejar a un lado, que deben ser hechas muy cuidadosamente, pero toda lista de actividades debe referirse a una experiencia que les dé sentido, ya que ser analista es un acontecimiento que adviene en un encuentro y no una profesión que se aprende, simplemente, con aprenderse más o menos una teoría. Todo un punto ése.
Yo diría, además, que en las cosas de las que nos ocupamos todo empieza más de una vez, y el psicoanálisis es una disciplina que ha aportado a pensar así. Las cosas empiezan más de una vez, no hay un principio que luego se desenvuelve en una continuidad lineal. Esto, a veces, lo dice alguien a su modo; por ejemplo, un paciente adolescente planteaba que cuando terminara el secundario, ahí, sólo ahí, empezaba su “propia vida”. Dejando a un lado otras cosas, es interesante la idea de ¿cuándo empieza “mi propia vida”? ¿Acaso cuando uno deja de ser chico empieza “su propia vida”? ¿O cuando termina el secundario? ¿Y cuántas veces empieza “mi propia vida”? Seguramente más de una vez empieza “mi propia vida”, discontinuadamente. Y lo mismo pasa con el psicoanálisis como disciplina. Yo no estaría de acuerdo con que el psicoanálisis empezó con Freud como punto de partida absoluto, y luego se siguió desarrollando y se sucedieron los “post-freudianos”, y cada cual elija el que le gusta. Creo, más bien, que el psicoanálisis ha comenzado varias veces y tiene que seguir haciéndolo, tiene que seguir aconteciendo. Cada una de esas veces implica un diálogo singular con herencias y otras cosas anteriores. En particular, lo que llamamos de una manera un poco equívoca “psicoanálisis de niños” tiene que ver con uno o más de esos comienzos. Con esto no postulo fundaciones y refundaciones absolutas, donde se postula alguien que detenta la verdad. Sobre todo eso no. Pero además, como señala Derrida, el psicoanálisis en este punto no se parece tanto a una ciencia, en el sentido de una acumulación ininterrumpida de saber y de conocimientos. Si bien, por otro lado, lo que llamamos más estrictamente ciencias, aquellas que tomamos como paradigmas de tales, como puede ser el caso de la física, también conocen más de un comienzo: la física volvió a comenzar con Einstein, con Max Planck, con Heisenberg, con Niels Böhr. Por su parte, el psicoanálisis de niños ha sido muchas veces –y vuelve a serlo– un psicoanálisis de punta (como decimos tecnología de punta), un psicoanálisis consagrado a replanteos a fondo y de fondo para desmarcarse, con no poco trabajo, de cierta tradición del psicoanálisis, a la vez que la reconoce. Ejemplo paradójico en una disciplina que promocionó tanto la idea de sexualidad infantil y que removió e innovó tanto en ese aspecto –de una manera que no hace falta volver sobre ello porque la consideramos, con justa razón, una tradición adquirida, algo aceptado, un patrimonio con el que contamos–. Y en tal estado de cosas, sorprendentemente, el psicoanálisis de niños, en realidad, más que a la sexualidad infantil aportó a la incidencia mala o buena de la sexualidad del adulto sobre la infancia, y a problematizar la sexualidad de la familia, y ayudó a que hoy se hable mucho más de abuso sexual que de lo incestuoso per se del deseo infantil y de la supuesta forma intrapsíquica en la que se imaginaba el psicoanálisis clásico que se formaban los impulsos incestuosos en el niño, como si fueran una cosa que iba surgiendo del propio niño y se dirigía a su medio familiar.
Esto para tomar sólo un ejemplo al pasar. Diríamos que, además, hay otro principio en juego, un principio de no-homogeneidad: cuando decimos “el” psicoanálisis, descontamos un espacio homogéneo. Excepcionalmente, hace unos años, Hugo Vezzetti proponía hablar de “los” psicoanálisis, pluralizar, lo cual estaría bien, a condición de salirse del modelo –que ha sido fatídico en psicoanálisis– de ortodoxia y desviación; un movimiento que detentaría una ortodoxia, el buen camino, el camino recto y, en contraste, los desviados, expulsados o autoexpulsados. Pienso que todo el psicoanálisis es una desviación, y que si hay algo que sería incompatible con lo que a mí me gusta llamar el “espíritu psicoanalítico” sería la ortodoxia. El psicoanálisis no configura un espacio homogéneo y eso hace a su riqueza. Por eso, a ningún autor habría que pedirle –tampoco a Freud, por supuesto– un saber de conjunto, una teoría “global” que diera cuenta del psicoanálisis en su supuesta totalidad. Pedido que se hace, y éste es otro problema serio.
Para una lectura diferente, agregaría lo que me gustaría llamar un principio de inconclusión. El psicoanálisis no sólo empieza varias veces, sino que no ha concluido la forjación de sus conceptos. No es –y no debería ser si no quiere morir por suicidio– un sistema teórico ya cerrado, acabado. Pero hemos escuchado tal índice de cierre, más de una vez, en boca de distintos psicoanalistas de diversas procedencias teóricas. Por ejemplo, hemos escuchado decir: “la adolescencia no es un concepto psicoanalítico, Freud sólo se refirió a la pubertad”, dicho basado, esencialmente, en que Freud no pronunció nunca la palabra “adolescencia”, lo cual es como decir que Freud tampoco habló nunca de cohetes a la luna o de la Internet, porque eran cosas que no existían en su tiempo. Pero, además, esta idea parece sorprendente por lo siguiente: en primer término se diría que la adolescencia no es un concepto de nadie, que puede llegar a adquirir ciertas precisiones conceptuales a partir de las más diversas disciplinas; tenemos visiones sociológicas de la adolescencia, así como visiones antropológicas, históricas, políticas, psicológicas, psicoanalíticas, etc.; el término no pertenece a un territorio conceptual determinado. Segundo –más grave–: cuando se dice que la adolescencia no es un concepto psicoanalítico pareciera regir ahí la presuposición de que hay un corpus de conceptos psicoanalíticos ya delimitado y que, por lo mismo, produce sus exclusiones: ciertas cosas no serían conceptos psicoanalíticos ni podrían llegar a serlo. Esto es muy grave porque genera la detención de cualquier disciplina, la detención “voluntaria” de una disciplina en sus límites propios de un momento histórico; decir “ya hemos conceptualizado, ya tenemos toda nuestra batería conceptual” con preclusión de lo hasta ahora no ingresado parece realmente muy grave como síntoma, y lo más opuesto imaginable al acontecimiento, a que al psicoanálisis le acontezca la introducción de un concepto inédito o la introducción de algo que venga a dislocar, a trastocar, sus sistemas conceptuales. Que es como decir mantener viviente un pensar del psicoanálisis.


Texto basado en una conferencia pronunciada en la Facultad de Psicología de la Universidad de Rosario. Extraído del título “Futuro porvenir. Ensayos sobre la actitud psicoanalítica en la clínica de la niñez y adolescencia” de Ricardo Rodolfo, Buenos Aires, noveduc libros, 2008.

Ricardo Rodolfo es licenciado en Psicología (UBA) y doctor en Psicología (USAL). Profesor titular de las cátedras de Clínica de Niños y Adolescentes y de Psicopatología Infanto Juvenil en la Facultad de Psicología (UBA). Profesor titular de las cátedras de Psicopatología y Psicopatología Infanto Juvenil (Universidad Siglo 21, Córdoba) y profesor invitado en la Pontificia Universidad Católica de San Pablo, Brasil. Dirige el Programa de Actualización en Clínica de Niños y Adolescentes de la Facultad de Psicología (UBA) y preside la Fundación Estudios Clínicos en Psicoanálisis de la ciudad de Buenos Aires. Alternativamente se desempeña como profesor invitado en la Universidad Libre de Berlín, en la Universidad Complutense de Madrid, en la Universidad Sor Juana Inés de la Cruz de México, en la UNISIMOS de Porto Alegre, en la Universidad del Comahue, en la Universidad Nacional de Rosario y en la de la Plata de la República Argentina.

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