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10 DE MARZO DE 2008 | FIN DE ANÁLISIS

El lacanismo, ayer

Con la caída del pase ha terminado el impasse –jugando con los términos– que cubrió los últimos veinticinco años del lacanismo. Desde 1981, año de la muerte de Lacan, hasta el 2006, la passe ha dominado la escena lacaniana. No hace falta citar los documentos que llevaron a la disolución de la Escuela Freudiana de París para demostrar que el fracaso del pase, que Lacan angustiado asume plenamente, estaba en el centro de aquel hecho. Estos documentos son muy conocidos y han circulado bastante.

Por Carlos Faig
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No obstante, hay algo instructivo en ellos, que conviene retener. Cuando Lacan enuncia su fracaso, cuando lo dice con todas las letras, una gran parte de la comunidad analítica lo desoye. Escucha allí en cambio un éxito, en la vía misma de Proposición. Deniega. Le ratage, c’est l’objet, dice.

Pero la rehabilitación del pase en 1981 también obedeció a razones políticas, se dio por conveniencia, porque proporcionaba ciertas facilidades. Denegación y coyuntura concurrieron. Y esto tuvo su precio: terminó por producir una crisis artificial. Convengamos que era difícil, si no imposible, darse a la tarea de construir una Internacional Lacaniana y combatir a la API sin el aparato institucional que proporciona la passe. De allí devienen jerarquías y grados, AE y AME, el psicoanálisis en extensión e intensión, es decir, todo el funcionamiento institucional, así como la diferencia con el análisis didáctico, y un horizonte teórico y de investigación que Lacan quería divulgar al mundo una vez obtenido.

Así pues, si la passe es una construcción incorrecta, si su deducción arrastra a la teoría, hay que extraer las consecuencias que se eludieron en 1981. Es lo que intentaremos hacer aquí, más o menos rápidamente.
La primera cuestión es que Proposición –ese escrito, no lo olvidemos, resume los primeros quince seminarios– plantea una conexión directa entre fantasma y transferencia. Estos términos son coextensivos, su campo se recubre. En la clásica comparación con el ajedrez (des échecs, casualmente), la apertura del juego es el sujeto supuesto saber, y su final, la disyunción del sujeto barrado y el (a), es decir, de analizante y analista. Todo el campo resulta cubierto après coup. La virtud y el defecto coinciden. Esta conexión directa deja poco margen, o ninguno, para pensar que la transferencia, cuando se trata de un análisis en particular, pueda ir mal. Es difícil pensar el error, la interrupción del tratamiento, o su desmadre, con esta teoría. El resultado natural de estos desarrollos, de extremarlos, podría formularse como una ley del saber supuesto. La transferencia cubre todo el campo psi. Se independiza de la teoría utilizada, y, hasta cierto punto, se libera incluso de la asociación libre. Esto promueve una equivalencia de las teorías, las interpretaciones, las distintas formas que toma la cura, las supervisiones, y ubica, en gran medida, a la transferencia funcionando “en automático”. Por supuesto que esto nunca fue enunciado así por Lacan, pero se desprende de su teoría y su técnica.

Cuanto más automático –más cercano a una ley física– se quiere y teoriza el campo de la transferencia, menos margen de maniobra queda para el analista. El proceso se conduce solo y tiene su horizonte en la castración. Por eso, para plantear alguna actividad del analista es necesario que los términos se separen, instrumentalmente, al menos, antes del final del análisis. De otra manera, no hay nada qué hacer. No hay técnica ni eficacia del lado del analista. Solo queda gruñir un poco, cada tanto.
En este punto preciso, el acto analítico debe ser revisado. La ligazón entre el acto y la lógica, que exige ese largo recorrido que es un análisis completo, sufre un duro golpe. Nos retrae al sofisma del tiempo lógico, al concepto temprano de un actuar que tiene consecuencias en la lógica. Pero también la topología que acompaña estos desarrollos, la problemática del corte –la justificación, por ejemplo, de las diversas especies del objeto (a) en las distintas figuras topológicas y sus cortes– allí planteada, debe revisarse. Asimismo, se ve la dificultad que ofrece mantener en su lugar la cuestión del semblant si todo esto resulta cuestionado. El mismo embate toca al carácter homotópico del objeto (a) –puesto que el atravesamiento del fantasma lo implica– y, en consecuencia, al planteo lacaniano de la castración que está por debajo. El tema del pase compromete pues a toda la teoría y muy especialmente a los desarrollos sobre el objeto (a). En efecto, la función de término medio que el objeto tiene en el pase lo arrastra en la caída, si se nos permite decirlo así.

Desde un punto de vista técnico, insistimos, hace falta que en el curso del análisis el automatismo se resuelva de algún modo, o se suspenda. Algo debe esquivarlo. Es necesario trabajar con un sistema que contenga la posibilidad de notar el error, la refutación, la corrección, y, sobre todo, que permita al analista adquirir actividad y presencia.
Así, el concepto y la problemática del final del análisis nos engañan. No se trata allí solo de un problema técnico y teórico. Estamos frente a un término que viene a corregir un deslizamiento enorme y que compromete todo el planteo.
En un plano micro, el tema del corte de la sesión, del tiempo breve, tiene la misma estructura. Los efectos metonímicos, que se desprenden de estos términos tan fustigados, suspenden al objeto más allá del significante, es decir, producen la disyunción de los términos del fantasma, en tanto el sujeto halla su lugar de falta en la cadena significante. Así prorrogan la instalación del (a) tímidamente, dejando a este término del fantasma al borde de la sesión, como si el análisis no se enterara de lo ocurrido. El pase y el corte, como se observará, van juntos. El final del análisis (el pase) es el corte mayúsculo, la mayor unidad que puede extraerse de su práctica, en un campo macropsicoanalítico (1). Constituye por esto la faz más visible, pero el corte de la sesión repite su estructura como si tratara de un fenómeno elemental.
En un sistema que busca su destino en pendiente, el corte de la corriente detiene la caída vertical.

Los efectos terapéuticos rápidos estaban contenidos ya en estos desarrollos. Estos efectos, se ve claramente, tampoco dejan lugar al error. Es lo mismo que un tratamiento dure tres sesiones, tres meses, tres años. La interrupción no tiene lugar nunca, no puede pensarse como tal.

Tomando las cosas por el revés, si Proposición no demostró que el análisis cause analistas, demuestra en cambio que el análisis no basta: produce analizados pero no analistas. Quizá sea mejor analizarse para ser analista, pocos son los que se atreverían a dudarlo. Pero otra cosa es que produzca analistas. ¿Por qué ocurre esto? Básicamente y en primer lugar, porque no hay Otro. El silogismo sin su premisa mayor exige que el analista la retome en posición de analizante y que consiga –en una marcha metódica, cuyo término desanda el camino– representar al Otro como inexistente. Entonces, como Cantor a Dedekind, Lacan pudo haber dicho: “Je le vois, mais je ne le crois pas.”

Si el final del análisis se produce en el momento en que el analizante pierde representación, y sobre el borde de la banda descubre que no hay Otro lado, en su azoro mal podría reproducir ese lugar inexistente. Se encuentra estático, frente a un impasse. Y si entonces se balancea con el salto del pase, y finalmente salta, cae del mismo lado. Pasa porque ya había pasado: siempre estuvo en la otra faz, en un pase ya allí. Como la histérica cuando finalmente toma nota de que su envidia no tiene objeto y prefiere deprimirse. Es la diferencia, se sabe, con el análisis freudiano. Es el punto donde Freud infinitizaba el trabajo analítico, al sostener al Otro y la demanda. Y es el punto en el cual Lacan iba contra la corriente, al revés que el resto de los analistas y sus escuelas, siempre como analizante.

En la medida en que el fantasma drena y agota al sujeto supuesto saber, no puede haber interpretación basada en la posición del analista que no amenace la continuidad y la subsistencia de la transferencia. Si la interpretación quiebra la conexión y la coalescencia entre estos términos, si no hay motus, la transferencia no encuentra donde subsistir. Es allí que la técnica del corte viene a prestar su socorro. Pero, en tren de soluciones provisorias hubiera sido preferible introducir un concepto que contemplara la posibilidad de caídas parciales del SSS. En esa óptica, el análisis podría concebirse en un plano menos macroscópico. (La pulsión se haría necesaria en tal caso para sostener a la transferencia por fuera del fantasma (2).)

Un nuevo proyecto debería partir de lo que nos ha quedado de la teoría, de su estado actual: la conexión circular entre sexualidad y lenguaje, que hemos denominado en otro lugar “el axioma italiano” puede proveer el punto de partida para alcanzar esa base. Este punto se demuestra coherente con la técnica analítica en tanto la asociación libre y sus valores semánticos resuenan transferencialmente en la significación del partenaire (el analista). Se trata aquí de una coincidencia de cortes en la que el Falo tiene un papel central en tanto permite conectar los campos.

Carlos Faig. Psicólogo (UBA) y psicoanalista. Publicaciones: La transferencia supuesta de Lacan, ed. Xavier Boveda, Bs. As., l985; La clínica psicoanalítica, Xavier Boveda, 1986; Lecturas clínicas, Xavier Bóveda, 1989; Refutaciones en psicoanálisis, Alfasì, 1991; Nuevas refutaciones..., Alfasì, 1991; La escritura del fantasma, Alfasì, 1990; El saber supuesto, Alfasí, 1989. Ex profesor UBA (adjunto en Psicología comprensiva y titular en Fundamentos de la práctica analítica).

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