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6 DE AGOSTO DE 2007 | PARADIGMAS Y PARADOGMAS

Investigar en Salud Mental: la complejidad de su objeto de estudio

El desafío de la propuesta es atrevernos a indagar tanto sobre el objeto mismo de estudio como sobre la disposición actitudinal con que deberíamos enfrentar la tarea de investigar en salud mental. Basta con poner atención al título del presente artículo para que se nos revele en el mismo acto la complejidad de concepto de salud mental y, con él su objeto de estudio. Y no es para menos.

Por Dr. H. Daniel Dei
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Sin embargo, no puedo dejar de advertir el peso que el concepto cobra ante nosotros, ya que la mirada reflexiva no puede ponerse en la exterioridad de la simple denominación “salud mental”, que es lo que hacemos en su uso cotidiano, digamos mejor, en el empleo del nombre casi administrativo para referirnos a esta área disciplinar.

Para que sea posible que su contenido y su alcance se manifiesten claramente a la posibilidades del investigador es menester detenernos a pensar, qué decimos cuando adoptamos la salud mental como objeto de investigación, porque apenas ahondamos, aun en aspectos puramente técnicos, aparecen las implicancias éticas y antropológicas, es decir, se nos hace presente la dimensión humana en este campo para poner en jaque cualquier pretensión de neutralidad y de asepsia en el abordaje científico. Creo que lo primero para continuar evitando esta sombra epistemológica es comprender y aceptar el relativismo cultural de la perspectiva de cierto modo de hacer ciencia en determinados campos de investigación; no solo en ciencias de la salud. Otro aspecto que podemos recordar en la perspectiva de estas sombras epistemológicas, siempre latentes, es que en este tipo de disciplinas hay una estrecha relación entre el objeto de atención o de estudio y el investigador o profesional. En otras palabras, la relatividad de la distancias psicológicas entre el supuestamente enfermo y el sano que escucha o investiga.
Si como define la Organización Mundial de la Salud el concepto de salud mental contempla el bienestar subjetivo, la autonomía, la competencia y la capacidad de reconocerse en las potencialidades intelectuales y emocionales de una persona para asumir las condiciones de la vida corriente, entonces parece obvio añadir que su objeto de estudio presenta una complejidad epistémica que exige ir más allá de un enfoque acotado solamente a factores psicobiológicos, como a veces se pretende en el afán de convertir a la psicología y, en general, a las ciencias de la salud, en ciencias naturales. Esto asemeja la investigación en ciencias de la salud con los mismos problemas con que se enfrentan las ciencias sociales o humanas.

No es gratuita la problemática de la cientificidad de las ciencias sociales y también en las ciencias de la salud, si las consideramos desde el punto de vista que ya les he comentado, a pesar de lo escrito y debatido con respecto a ello. Desde los extremos de negarle un estatus epistemológico claro y distinto, parafraseando el criterio de evidencia de Descartes, hasta hacerlas voceras con aspiraciones de objetividad científica de legitimaciones ideológicas sectoriales, la escala de opiniones sobre la naturaleza de estas disciplinas no puede soltar amarras de lo que para mí es el núcleo duro que fundamenta la actividad de un científico en este campo de conocimiento. Si bien es verdad que podría afirmarse que todas las ciencias son ciencias humanas desde la perspectiva del sujeto, es justo y más preciso decir para ir separando la cizaña del trigo, que ninguna como las ciencias sociales (y de la salud, con más razón de la salud mental), para ser más específicos, pueden evitar siquiera metodológicamente de dejar de dar cuenta de los supuestos con que se acercan a sus objetos de estudio.
Esta realidad epistémico-metodológica común a toda actividad científica se vincula con la correspondencia que existe entre esta actividad, cuya naturaleza es la producción de conocimientos mediante la investigación, y la condición estructural (ontológica) de todo ser humano. En efecto, el quehacer del científico se caracteriza por la tensión entre el saber y la ignorancia; en esa tensión, creo, hay que comprender y valorar su actividad. Por eso su saber es ingente en la búsqueda de objetividad, precisión, rigor, universalidad del conocimiento, aunque este conocimiento siempre acabará por ser provisional. Cuando se pierde la conciencia de esta provisionalidad de los resultados dejamos de hacer ciencia e instituimos una forma de religión desacralizada: el cientificismo. Por eso también la ciencia ha sido históricamente y es todavía una construcción social y no admite, sin desviarse de su finalidad, la apropiación individual de los logros del conocimiento (bueno, al menos hasta que el control privado de la financiación en investigación no termine con este aire humanista y democrático del saber).
Sabemos que no hay saberes absolutos en la ciencia como no hay certezas absolutas acerca del sentido de la existencia para cada hombre, cualquiera sea su condición. A partir de esta perspectiva, que puede operar como eje articulador de la tarea de un investigador, puede comprenderse, entenderse y aprehenderse la tarea del científico desde una dimensión real. Y puede apreciarse también la diversidad de enfoques epistemológicos, la búsqueda de caminos (métodos) que faciliten el desocultamiento de la verdad —ya que no hay el método en la ciencia—, la necesidad de administrar racionalmente (ordenar) los procesos y, sobre todo, la honestidad de procedimientos (criticidad), como de las implicancias éticas de la actividad (responsabilidad). Las ciencias sociales en general, y las ciencias de la salud en particular, viven esta tensión comprometidas enteramente, pues las condiciones de su posibilidad como ciencias obligan de modo necesario el hacerse cargo críticamente de la concepción de hombre y mundo con que abordan sus objetos de estudios, tanto en su modo de aproximación, como en las consecuencias de sus resultados. En otras palabras, investigar en salud mental es reconocer la complejidad de un objeto de estudio que nos involucra.

La situacionalidad del hecho social —o el carácter mismo de la salud mental como un estado sujeto a fluctuaciones de límites no siempre precisos— implica para cualquier investigador en este ámbito del saber un “esfuerzo adicional” al que no está obligado necesariamente el investigador en los otros campos científicos. El objeto de estudio de las ciencias sociales nos involucra desde la decisión misma de intervenir en una investigación. Más que un problema de selección de diseño metodológico adecuado, el científico social se enfrenta durante todo el proceso de investigación con una cuestión epistemológica (y filosófica), cuya re-solución puede condicionar el alcance y la consistencia de sus resultados. El enfoque metodológico será deudor de esta disposición básica que el investigador competente no puede eludir. El fenómeno social en general y el de la salud mental en particular, en todas sus múltiples variedades de objetivación, habla siempre del hombre que somos y que queremos ser; la atención del componente axiológico es por ello determinante a la hora de la pretensión teórica de exigir satisfacciones positivas de una investigación en este campo.
Lo que me interesa sugerir ahora además a la reflexión es un tema asociado al asunto que estamos tratando. Se trata del examen de legitimidad del uso del término “paradigma” y sus implicancias en la validación del conocimiento producido por los científicos sociales. En la práctica de la investigación en este ámbito, es más frecuente encontrarnos con que el tipo de consenso problemático y metodológico que sugiere Kuhn para validar un procedimiento como científico, en un momento histórico determinado, puede llegar a constituirse en modelo de imposición arbitraria de sentidos. Llamaré a esta distorsión del modelo paradigma, por su modalidad de instalación como voluntad de poder mediante un tipo de saber. En consecuencia, será menester disponernos no sólo a replantear la naturaleza de nuestra actitud y vocación científica hacia la producción de estos conocimientos, sino también a abrir un espacio crítico necesario respecto del carácter científico mismo de nuestra tarea.

De paradigmas y paradogmas

Sabemos que la originalidad del enfoque de Thomas Kuhn, un historiador de la ciencia con formación de físico, ha sido la asunción de un punto de vista histórico-sociológico, a diferencia de las perspectivas anteriores que examinaban la ciencia desde su estructura lógica. En su ya clásico ensayo La estructura de las revoluciones científicas (1962), Kuhn articula su postura epistemológica en torno de tres categorías: ciencia normal, paradigma y revolución científica, pero el punto central de su planteo —y que yo deseo destacar en esta exposición— es que el criterio de cientificidad está fundado por otra noción sociológica: el grado de consenso.
Sólo intento pensar su aplicación in toto a las ciencias sociales. Un paradigma define los problemas y métodos legítimos de un campo de la investigación para generaciones sucesivas de científicos; constituye una suerte de matriz con conceptos y significaciones en las que se puede introducir, sin embargo, un aporte subjetivo, hasta que las contradicciones internas y las anomalías que se van verificando en la actividad científica dan lugar, merced a un logro que facilite la resolución de esas anomalías, a un nuevo paradigma.
¿Es posible aplicar esta noción de paradigma a las ciencias sociales?
Sabemos que uno de los problemas que recurrentemente convocan las discusiones entre los epistemólogos es el carácter científico de las ciencias del hombre o como venimos diciendo, ciencias sociales. Pero las dudas sobre la naturaleza científica de este tipo de disciplinas no pueden surgir sólo de las dificultades teórico-prácticas que de hecho tiene el investigador en su tarea habitual, en tanto que no puede dejar de involucrarse existencialmente en algún momento de su tarea con lo que se le va revelando durante el proceso de investigación; los mayores obstáculos están precisamente, eso creo, en la idea de ciencia que opera como paradigma en un momento histórico determinado y que prescribe el empleo de ciertos procedimientos, expresiones, temas, y rechaza otros por acientíficos. Hay, pues, una valoración, un componente axiológico o, para decirlo en términos menos eufemísticos, un horizonte ontológico que sostiene las interpretaciones de la realidad, y que tiende a determinar los criterios válidos de análisis y a promover un cierto perfil aptitudinal para que los resultados de una producción científica merezcan ser reconocidos por la comunidad.
Señalo aquí que lo más importante es que el “paraguas” del paradigma no obliga a explanar críticamente los presupuestos. En el horizonte garantizado por el paradigma aceptado por la comunidad científica está subsumida una concepción del mundo y del hombre. En tanto y en cuanto este horizonte sea capaz de mantener la legitimidad de una posición en el mundo, incluye, si no la validación a priori del resultado de una interpretación, al menos de su viabilidad institucional (reconocimiento académico, aportes financieros, etc.) al margen de su efectiva consistencia filosófica, epistemológica o metodológica, e inclusive temática. Es por ello que, a veces, un paradigma, además de permitir durante un periodo histórico el desarrollo de la ciencia sin discusiones epistemológicas, puede funcionar también como paradogma, neologismo que me he permitido introducir para poner de relieve que los paradigmas suelen operar como verdades consagradas e institucionalizadas que estrechan el horizonte del conocimiento y lo limitan a las experiencias que se suponen bien probadas dentro de parámetros preestablecidos. En un plano más profundo de análisis, un paradogma es el nombre que doy a las racionalizaciones simuladas de una apuesta de poder mediada por la imposición de sentido de una “verdad” que oculta su esencial carácter conjetural.
En el caso de las ciencias sociales, este fenómeno tiene consecuencias graves, puesto que aun durante la vigencia estelar de un paradigma, los conflictos filosóficos y epistemológicos operan desde el control institucional, en la selección de contenidos aceptables por la sociedad científica y académica, y mediante el condicionamiento material a los programas de investigación que no interactúen dentro de los límites del paraguas de intereses ideológicos que sostienen el paradigma. Mas éste ya no es un paradigma, porque lo que habita detrás de los problemas de las ciencias sociales no son sólo ni siempre desarrollos teóricos insuficientes, sino creencias y decisiones de sentido acerca de lo que el hombre o la sociedad son o se quiere que sean. Se trataría, pues, de un paradogma, en la medida en que la ausencia de entrenamiento en el pensamiento fundamentador (crítico), impide que el investigador social logre profundizar las contradicciones internas del modelo institucionalizado. La historia del concepto de salud mental puede ser un buen ejemplo de esto.
Si como producción cultural, la ciencia en general es uno de los modos que tenemos para legitimar nuestra situación en el mundo, es indudable, entonces, que las ciencias sociales —en las que incluyo a las ciencias de la salud, cuyo objeto es el hombre mismo en su circunstancia, aunque en su diversidad disciplinar y ciertamente multiparadigmática, atiendan a un aspecto de su realidad, no pueden prescindir de la referencia a la totalidad de su objeto, con las implicancias de sentido que toda investigación en este campo supone en la configuración de ese horizonte ontológico en el que nos movemos como humanos. Cuánto más fuerte es nuestra afirmación, si advertimos que la ciencia en general se constituye también como una instancia decisiva del modo en que se hace y hasta cómo debe hacerse presente todo lo que es. Justamente, si este proceso subrepticio de legitimación, que se instala privilegiadamente en el ámbito de la búsqueda de la verdad y el conocimiento, se asocia con la figura de un investigador que carece de criticidad suficiente, se enajena el objeto de la actividad científica en aras de un soporte de seguridad logomáquica de verdades psicológicas cuya única finalidad es sostenerse en un espacio de poder de dominio. De esta manera, el corpus de problemas y respuestas de una ciencia se convierte en un conjunto de dispositivos paradogmáticos.

El desafío de la criticidad

La situacionalidad del hecho social obliga a un esfuerzo adicional del investigador en las ciencias sociales. Este esfuerzo adicional es la disposición y la capacidad de situarse comprensivamente ante el fenómeno para explicarlo. Una explicación que tiene características sustantivamente diferentes de una relación causal típica. Se trata de un desafío que el propio investigador y la comunidad científica debieran autoimponerse para sostener una necesaria crítica de sus puntos de partida, a sabiendas de que hacer ciencia no es estar en la verdad sino buscarla. Aceptar la incondicionalidad de la crítica previa de los presupuestos que configuran sus hipótesis de trabajo, como propedéutica a toda investigación, no es pretender plantear la fagocitación de las ciencias sociales por lo que conviene a la tarea filosófica; es asegurar la honestidad de procedimientos, garantizar su propósito científico y desarticular, al propio tiempo, cualquier simulada pretensión legitimadora de la verdad. La cuestión de la verdad para cada hombre es algo más decisivo que los caminos que nos conducen a ella; sin embargo, el empeño crítico para andarlos es la formidable empresa que espera al auténtico investigador científico y a cualquier ser humano que se precie como tal.

El presente trabajo fue presentado por el Dr. H. Daniel Dei en la Asociación Argentina de Salud Mental (AASM), II Congreso Argentino de Salud Mental, II Congreso Interamericano de Salud Mental, Mesa 1, 23 de marzo de 2007.

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