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23 DE JULIO DE 2007 | CONOCIMIENTO EN LA CULTURA

Memoria y sabiduría

La gente cree saber mucho o poco, como resultado de comparaciones intuitivas que efectúa entre sí, o al contrastar sus respectivas sapiencias con los temas que circulan redundantemente en sus determinados contextos culturales, especialmente a través de los medios masivos de comunicación. Esto les origina –debido a esas comparaciones y a la redundancia temática–, una sensación de “saber relativo” mucho mayor del que realmente disponen, que es sólo una infinitésima parcela de todo el conocimiento.

Por Jorge Ballario
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Algunas personas, como consecuencia de aquellas estimaciones, suelen sentirse exaltadas y hasta soberbias, pero esos estados no son más que un reconfortante espejismo, dado que lo que pueden realmente conocer, cada una de ellas, en relación a la totalidad del saber posible, es prácticamente nada.

Uno conoce sólo una parte ínfima, aunque significativa de todo el conocimiento disponible; por ejemplo, alguien puede saber algo o bastante sobre algunas personas en particular, ya sean estas del círculo de sus conocidos y amigos, o del ámbito público: ¿100, 1000 o hasta 10.000 personas podrían componer esa lista? Y de ser esta última la cifra, seguramente solo sería posible en un individuo muy sociable, y además, extremadamente memorioso, para poder recordar a tantas personas. Y sí este último fuese el caso, nuestro hombre solo poseería información de una persona cada 700.000, aproximadamente (dados los 7.000.000.000 de habitantes del planeta; esto sin tener en cuenta todos los habitantes de épocas pasadas); su saber desde esta perspectiva sería prácticamente nulo. Y así como el ejemplo propuesto, podríamos conjeturar muchos más de ese tipo, y siempre llegaríamos a una conclusión similar a la anterior.

Se imaginan si supiéramos todas las cuestiones, significativas y no significativas, concientes e inconscientes, de cada uno de los habitantes del globo; y si incluyésemos en la lista de ese cuantioso saber la totalidad de las situaciones históricas y presentes, la diversidad de las especies de animales y vegetales, como así también, la variada gama de accidentes geográficos correspondientes a los distintos países y territorios que componen nuestro planeta, tal como lo concebimos, incluyendo asimismo, otras posibles percepciones correspondientes a las múltiples culturas y subculturas que lo habitan, con los repertorios y producciones culturales de cada una de ellas, sumadas, lo que daría como resultado, solo en el rubro literario (por citar alguno): la totalidad de los libros existentes, con la sumatoria de la información de sus páginas, e ideas explícitas e implícitas que los componen. Si pudiésemos saber todo eso, seguramente que no solo estaríamos desbordados por la información, sino también bloqueados por tal exceso.

Además, lo descrito hasta ahora, es solo referido a nuestro planeta, sin contar toda la información científica, más las teorías disponibles, sobre el universo conocido. Se imaginan entonces si tuviésemos en cuenta lo mencionado y muchísimas otras cosas e items que por razones de espacio no puedo incluir, la astronómica e impensable cantidad de datos y conocimientos que poseeríamos.
Uno solo puede poseer una reseña de la parte significativa de las personas, situaciones y objetos que conoce, pero tal como especulábamos al principio, si conociésemos todo sobre todo, tendríamos un saber casi infinito y a la vez inabarcable y utópico, pero que ni aun así nos garantizaría ser sabios, dado que el saber del sabio es fundamentalmente un saber intuitivo, dinámico y metafórico, capaz de reconstruir y recombinar constantemente su experiencia e información en función del nuevo conocimiento que requiere. Por otro lado, una excelente memoria podría ser paradójicamente producto de una insuficiencia para seleccionar los datos relevantes, dado que una importante función de la memoria consiste justamente en “olvidar”, porque si recordásemos todo, el sistema mnemónico se abarrotaría de datos insignificantes, perturbando la calidad asociativa y el recuerdo.
En las antípodas del sabio y en nuestra época, el ordenador es por antonomasia el memorioso más perfecto que existe, solo posee información literal, y la relaciona entre sí de un modo unívoco. Frente a la máquina, cualquier humano, por poco imaginativo que fuese, aparece como infinitamente creativo; sin embargo, por alguna extraña razón, esa cautivadora inteligencia artificial es admirada y hasta emulada por muchos seres humanos, al parecer desencantados de sus claroscuros procesos mentales.

En un futuro no muy lejano, se prevé la fabricación e implante cerebral de un microchip de siliconas. Con este dispositivo, el hombre quedará conectado mentalmente a los sistemas informáticos, podrá dar órdenes a las máquinas, comunicarse vía Internet, incursionar en realidades virtuales, y muchas otras hazañas más. Es decir que su accesibilidad a toda clase de información y datos será casi inagotable, y por ende, su potencial mnemónico se incrementará astronómicamente, pero también se homogeneizará; en ese tiempo, tal vez más que nunca, la diferencia la continúe estableciendo la creatividad.


Rasguñando el infinito

En nuestros días, lo más parecido al saber infinito que esbozamos unos párrafos antes, probablemente lo constituya Internet; aunque esta superautopista informática, en realidad es minúscula al lado de la “totalidad del saber multicultural”, privado y público, que existe y que existió, más todo lo factible de ser registrado o imaginado por cada uno de nosotros. Como decía, esta totalidad bosquejada, es mucho más vasta, es infinita, pero como no podemos pensar en la palabra infinito, propongo que a ese infinito le pongamos una cifra que lo represente, vamos a imaginar que un millón es el infinito, y ahora sabiendo que tenemos ese techo para el infinito, podemos conjeturar otras cifras para el resto de la información, por ejemplo, podemos pensar que cada uno de nosotros sabe entre la dos y la treinta millonésima parte del total y que cada cultura podría representar la mil millonésima parte de la totalidad de la información.
Conforme a los esquemáticos cálculos previos, correspondería que le asignemos a la erudición de los que más saben en una cultura dada, un 3% del conjunto del conocimiento de dicha cultura, y de este modo proseguiríamos en consonancia con el lineamiento cuantificable del presente trabajo. Si bien está sería una cifra importante al lado de las insignificantes anteriores, conviene recordar que el saber cultural es escaso comparativamente con el multicultural, que representa, como hemos visto, la totalidad del saber conocido.
Los conocimientos de cada cultura humana se podrían dividir en dos grandes grupos: el conocimiento “genérico” que puede ser usual en muchas, o en todas las culturas, y el “específico” de cada una de ellas. El genérico, común a todas, es lo más básico, lo relacionado con la esencia cultural humana, con lo original de toda cultura. A partir de allí, algunos conocimientos, en una gradiente de complejidad creciente, se irían tornando cada vez más específicos y privativos de ciertas culturas más sofisticadas, o especiales. Aunque, en esta era cultural hipermediática y globalizada, es cuantioso el tráfico intercultural que se produce, acentuándose lo genérico por sobre lo específico, lo homogéneo por sobre lo heterogéneo.
Al mismo tiempo, las personas que se hallan muy involucradas afectivamente en su cultura, tienden ilusoriamente a pensar, que el conocimiento que circula compone la casi totalidad del saber. Contrariamente, podríamos figurar el caso de alguien, que en términos relativos sepa poco de lo usual, pero que en forma absoluta (multicultural), posea mucho más conocimientos que la inmensa mayoría de las personas de su cultura, aunque sobre temas o asuntos inusuales en su medio.
Imaginemos ahora que recorremos una gigantesca biblioteca de varios pisos, con cientos de miles de volúmenes, ordenados en una infinidad de laberínticos corredores y estanterías. Frente a tan majestuosa muestra de saber, seguramente hasta el más erudito se rendiría. Probablemente, cada uno de nosotros, sólo poseamos una vaga idea de muy pocos de los libros existentes en ese recinto, y nada sobre la inmensa mayoría; digo vaga idea, porque lo que podríamos decir, incluso sobre los libros cuya lectura hemos completado, tal vez no alcance para llenar más de 2 o 3 páginas de las 200 que en promedio componen una obra literaria. Entonces, y regresando a nuestras conjeturas numéricas, ¿Cuánto es lo que verdaderamente conocemos sobre la totalidad de lo escrito? Además de que es muy difícil precisarlo, la cifra resultante es variable en cada uno de nosotros. No obstante, podemos convenir sin temor a equivocarnos, que nuestra sapiencia, en contraste con esa catedral del saber, sería prácticamente casi nula. Hay que tener en cuenta además, que cada libro es una extrema simplificación del tema tratado, dado que el mismo siempre es mucho más vasto.
Si en la antigüedad, Sócrates dijo: "solo sé que no se nada", ¿que tendríamos que decir nosotros? frente a semejante proposición, enunciada por un sabio de su talla, en una época en que lo que había para saber era geométricamente menor.
De alguna manera vivimos insertos en una ilusión colectiva, y esto remite en cierto grado a lo que manifestó otro filósofo (aunque en este caso quitándole veneración a un consagrado instrumento del conocimiento): “la razón es un hermoso cuento de hadas que la humanidad se contó sí misma”.
La realidad externa es una sola, y atraviesa todos los datos estancos que poseemos. Las diversas categorías, nociones y ordenamientos lógicos con que operamos la cuadriculan para poder organizarla y representarla como realidad interna. Esa cuadratura mental que poseemos es producto a su vez de la disciplina, de la represión, y de nuestra relación con la autoridad y el saber cultural, que vamos asimilando desde que nacemos, y que forzosamente nos conduce a esa cuadriculación racional y subjetiva, y nos aloja en la esfera humana, simbólica por excelencia. Básicamente, las únicas opciones (no necesariamente concientes) que se les presentan al ser humano, son: continuar así, o romper con el esquema cuadriculado racional con que nos estructuramos, para poder vincular nuevamente todo con todo, “regresando” a la sabiduría del ser original, o en todo caso, a ese estado mental primordial donde supuestamente se la poseía, y que después se perdió, quedando el sujeto aprisionado en la cuadratura comentada. Entonces, es más bien el “retorno metafórico” lo que nos permite la sabiduría, dado que no es posible obviar el proceso de socialización, al menos sin pagar un alto precio en salud mental, o en cuanto a la adaptación al medio humano. Hay que tener en cuenta que según Freud, el Yo “es la parte organizada del Ello”; es un trozo del Ello “modificado convenientemente por la proximidad del mundo exterior”. En el origen, por consiguiente, “todo era Ello” (el núcleo actual de nuestro ser), y Yo y Superyó se constituyeron por diferenciación progresiva. De ese modo la organización psíquica cuadricular comenzaba.
Nuestras elucubraciones en este ensayo marchan en el sentido de no creernos tanto las categorías y ordenamientos racionales, que si bien poseen un indiscutible valor didáctico, en realidad representan al mismo tiempo, un obstáculo en nuestra determinación de avanzar sobre lo desconocido, de la mano de la intuición, de la creatividad y de las analogías, siempre dispuestas a tendernos un puente hacia esa meta.
Por consiguiente, y tal como estamos viendo, el que más sabe es el que más y mejor se las puede ver con ese saber potencial e infinito, que sólo resta que cobre vida en su pensamiento; el que puede a través de sus vivencias, intuiciones, creatividad, razonamiento y meditaciones de su mundo mental, pensar, reconstruir o crear algo de ese turbio infinito. En consonancia con estas líneas, podríamos entonces formular la siguiente hipótesis: “el que mejores destrezas adquiera para vérselas con lo que no sabe, es paradójicamente el que más sabe. Ese hecho más que ningún otro, constituye la verdadera sabiduría”, ya que por poco que haga alguien en ese terreno, tiene una considerable ventaja con respecto a los demás: se imaginan lo que significa rasguñar algo del infinito, por poco que sea lo que se obtiene, es siempre mucho más prolífica esa acción que poseer algo más de los minúsculos y estancos conocimientos mnemónicos, que como apreciábamos antes, son ínfimos contrastados con la totalidad del saber existente.
Lo deseable sería un equilibrado juego entre la memoria y la intuición creadora. Pero en la era de la informática, parecería ser que las características de las máquinas, como por ejemplo la capacidad para un extraordinario almacenamiento de datos, y la vinculación exacta y unívoca entre ellos, pasaron a ser particularidades muy apetecibles por los seres humanos, que por no poder apreciar sus ventajas comparativas, se desviven por emular aquellas características artificiales, eclipsándose insignificantemente a la sombra de una expansiva y amenazante ola tecno/informática idolatrada.


El memorioso y el creativo

En el siguiente esquema, tanto el memorioso como el creativo, están representados como dos polos absolutos e ideales. En la realidad nunca se dan de esa forma, sino de manera relativa. Es decir que puede existir bastante o poca creatividad en alguien memorioso, y buena o mala memoria en una persona creativa. Incluso, es frecuente que a medida que una persona aumenta su capacidad mnemónica, incrementa también su plasticidad mental. Pero de mantenerse idealmente separados, o estancos, ambos polos, tal como lo muestra el esquema, podemos apreciar la progresiva y geométrica ventaja del creativo.


Jorge Ballario es psicólogo, psicoanalista y escritor. Participó de numerosos cursos y seminarios, asistió a congresos nacionales e internacionales. Es autor de tres libros: Las imágenes ideales, Las ventanas del deseo y Mente y pantalla.

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