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4 DE SEPTIEMBRE DE 2006 | CLÍNICA PSICOANALÍTICA

La función paterna como responsable de las fallas Institucionales

La experiencia clínica exige enfrentar problemas novedosos. En efecto, tanto los analizantes como las instituciones en que ellos se desenvuelven, parecen más ocupados en preservar los signos de prestigio de un padre totémico, que por encontrar herramientas capaces de simbolizarlo.

Por Irma Persichino
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Para pensar esos problemas, se relacionará la duplicidad de la función paterna con las fallas institucionales y su repercusión subjetiva. La clínica distingue la repetición de significantes históricos (estructurales) de la repetición sintomática (estado actual) Ello responde a que, a pesar de que el guión de la novela personal está organizado alrededor de ciertos significantes y no de otros, puede modificarse en función de situaciones actuales.


Este trabajo se propone puntuar algunas reflexiones sobre la relación entre la falla invariante de la estructura significante y la temporalidad pasible de cambios de la coyuntura histórica. Sí se define al síntoma como la conjunción del goce y lo que lo prohíbe, su presentación actual permite evaluar la posición de un sujeto en la estructura en un momento determinado ¿No ocurrirá lo mismo con los síntomas sociales articulados de cierta manera con los significantes históricos? El trabajo intentará responder el interrogante a partir de la siguiente premisa: la Ley del deseo inconsciente y las leyes sociales se estructuran mutuamente.

Breve recorrido conceptual

La clínica psicoanalítica, si bien apuesta a conducir a la verdad del Sujeto, descansa sobre una ficción estructural (simbólica) que constituye un semblante. Semblante de saber atribuido al analista que lejos de constituir una mentira (farsa imaginaria) permite revelar el engaño que el inconciente hace padecer al analizante.
Ahora bien, tanto hacer del engaño constitutivo la verdad última como adoptar una actitud escéptica ante dicha dificultad, conduciría a la canallada. No es el analista el que se muestra engañador. Por lo contrario, es el paciente quien debe descubrir la equivocación de la estructura y quien le impone el semblante al analista. Si el analizante descubre ese error de la estructura y el analista, al soportar la transferencia, permite registrar que el engaño es estructural –no se hace cómplice de él– lo temporal (coyuntura histórico-social) se enlaza con la falla invariante de la estructura en la clínica, por la vía transferencial.

Según Pommier, el análisis debe articular el deseo inconciente con la instancia de la paternidad de donde procede. Esa instancia puede responder al padre totémico que rige el goce o al padre simbólico que lo prohíbe. El primero, en tanto ligado a la obscenidad del objeto, es perverso. El segundo, en tanto remite al deseo desexualizado del fantasma, es neurótico. Cualquier teoría que oculte esta articulación es el resultado de una concepción perversa del análisis porque preserva a ese padre primordial. La instancia totémica de la paternidad preside la transferencia en los comienzos de un análisis, en tanto esta función es la primera en constituirse en la estructura. Así, el consultante adjudica potencia al analista: usted me va a poder ayudar, suele decir. Empero, la transferencia no se agota en esa dimensión imaginaria, sino que ofrece una herramienta capaz de simbolizar a aquel padre.


Así, la presencia del analista representa un alivio para el analizante, por la misma razón por la que un padre con su sola presencia procuró alivio a una hijo/a de la angustia de castración materna (el Otro del lenguaje) de la que resultó el síntoma. O sea:
“... Una cosa es la angustia de castración ‘de la madre’ y otra la ‘del sujeto’, una cosa es la amenaza que pesa sobre el cuerpo en su integridad y otra aquella por la que sólo está afectado el pene (o el clítoris)…” (Pommier, 1989)

La primera corresponde a la represión primaria y recae sobre todo el cuerpo en su carácter de significación fálica. La segunda corresponde a la represión secundaria, cuyo agente es el padre y, recae sobre una parte del cuerpo. La represión primaria traza la frontera entre el afuera y el adentro del cuerpo, y permite deshacerse de la identificación con el falo materno inexistente. Identificación ésta, tan vacía como el agujero que portan las palabras incomprensibles de la demanda materna. Sólo la potencia atribuida a un padre, permite arrancar al pichón humano de la vacuidad angustiante de esa investidura fálica. Salvación paradójica, porque deja al hijo a merced de un padre sin nombre, sólo investido de una cualidad (raza, religión, clase social, nacionalidad, pertenencia político-filosófica o psicoanalítica) a la que el niño adjudica signo de potencia. Cualidad que dice ‘no’ a la identidad y al goce. Ese padre primordial impide el horror al incesto (entendido como unidad ficticia de identificación al falo que busca materializarse gracias al cuerpo) y da nacimiento a un sujeto todavía sin nombre, sólo dominado por la voluntad de “ser”.
Es decir, la pretensión de ‘Ser’ constituye un modo de filiación totémica que se expresa en lo social por el color de la piel, la camiseta del equipo de fútbol o de la empresa. El amor a la identidad (al Ser) da potencia al Amo de turno, por ende somete a la esclavitud.

Las consecuencias perversas de esa identificación pueden ser sádicas (racismo) o masoquistas (inmolarse por la raza, la patria o la revolución) El Nombre del Padre, en cambio, arranca de esa condena a ser y pacifica lo terrorífico del padre totémico. ‘Ser’ que se presenta completo en la imagen especular a través del yo ideal. El ‘ideal del yo’, en cambio, conduce a que la deuda contraída con el padre simbólico (que arrancó al pequeño de los brazos maternos) se pague a los hijos. Se establece así una cadena generacional donde cada eslabón paga la deuda contraída con el precedente al que lo sucede. Dividido entre las dos instancias del yo, el sujeto es impulsado hacia el pasado y el futuro. El Ideal del yo alivia las exigencias del yo ideal. No sucede lo contrario, el yo ideal no contrabalancea las contradicciones del Ideal del yo reguladas en el lazo social.

“El yo ideal constituye un punto fijo […] en tanto el Ideal del yo impulsa para adelante y toma envión para escapar del primero […] En la pos-modernidad la caída de los ideales concierne solamente a los que se relacionan con el futuro […] De manera que si los ideales progresistas se derrumban no queda nada que haga de contrapeso a la regresión hacia el pasado: el yo ideal triunfa y con él su sueño autárquico e incestuoso…” (Pommier, 2002)
Para que un sujeto tome su nombre no alcanza con recibir el legado paterno, tiene que apropiarse de esa herencia e invertirla según su deseo. De otro modo permanecerá cautivo en la neurosis infantil. Regresa a los amorosos (y, terroríficos) brazos maternos.
“… Ese vacío existencial, esa incapacidad de amar y de sufrir; de hacer un duelo o gozar; es distinta de la angustia y sólo prolonga la desdicha propia de la infancia…” (Pommier, 1989)

A modo de conclusión

El acontecimiento que hará del conflicto neurótico un traumatismo puede ser privado (aborto, pasión desgraciada) o social (campos de concentración, tortura, default, pérdida del trabajo). Los segundos (objetos de la memoria -o el olvido- colectivo) pueden ser tan traumatizantes como los primeros, si escenifican lo interminable del duelo paterno. Dado que resulta difícil matar al padre salvador (de ‘ser’ el falo materno) el primer amor por el padre es torturante. Lejos de constituir un acontecimiento, el default fue una catástrofe. Quizás la pueblada consistió en pronunciarse frente a él: cacerolear ante la amenaza de estado de sitio. Tanto el acontecimiento como la catástrofe constituyen un real (exceso de lo simbólico capaz de desbordar el cierre imaginario de una situación) En el primero los sujetos colectivos se expiden, en el segundo cierran los ojos. La transferencia imaginaria de los comienzos del tratamiento adquiere una dimensión simbólica cuando la operación analítica posibilita la emergencia de un sujeto responsable (no culpable) de lo que hace con los síntomas sociales que lo emplazan. Es decir un sujeto, cuyo deseo lo responsabiliza de las formas coyunturales que adquiere el Malestar estructural en la Cultura.

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