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2 DE SEPTIEMBRE DE 2006 | OPINION

Natascha y el síndrome de Estocolmo

Lo ocurrido con Natascha Kampusch, que permaneció secuestrada durante 8 años, nos conmovió hace muy pocos días no sólo desde la arista policial -el caso se convirtió en una de las mayores búsquedas policíacas de Austria, país con índices muy bajos de criminalidad-, sino, y quizás fundamentalmente, por las declaraciones que la adolescente hizo al enterarse de la muerte de su secuestrador, después de lograr fugarse del pequeño sótano de la casa donde se hallaba secuestrada.

Por Miriam Mazover
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"El fue parte de mi vida, y por ello lo siento, en cierto sentido; no hay motivo para estar de luto; me he convertido en una joven dama, interesada en la cultura y consciente de las necesidades humanas."


Las declaraciones llevaron rápidamente a los especialistas a interpretar que la joven se encuentra bajo los efectos del llamado síndrome de Estocolmo, sobre el que aduce que es una enfermedad que padecen muchas personas en situación de cautiverio, las cuales desarrollan, con extremada frecuencia, simpatía y apego hacia su captor.

Sin embargo, no podemos hablar de qué le pasa realmente a Natascha, porque para poder hacerlo ella debería ser nuestra paciente. En todo caso, sí intentaremos dar cuenta de lo que tan desdichado hecho nos permite analizar.

Estado de indefensión

Todo niño, púber o adolescente se encuentra objetiva y subjetivamente en estado de indefensión ante cualquier adulto con el que tenga que entablar un vínculo. Esta dependencia es proporcionalmente mayor, cuanto más cercano es él.

Dicha indefensión es producto no sólo de la disparidad cronológica, sino que fundamentalmente lo es porque no habrá forma posible para que pueda estructurarse sin la intervención activa de la persona mayor.

Será ésta la que, para que este proceso advenga, deba tomar las riendas (en el sentido metafórico del término) de su crianza haciéndose cargo de él, material y emocionalmente hablando.

Si, en cambio, las riendas se toman en el sentido literal, es decir, si ese adulto por poseer superioridad intrínseca y extrínseca respecto del menor "realmente" le pega, lo humilla, lo somete, lo maltrata o abusa sexualmente de él, el resultado, en todos los casos, será estragante.

Nos encontraremos, entonces, con un futuro adulto psíquicamente dañado, cuya gravedad dependa del nivel de violencia psíquica y física recibida.

Desde esta perspectiva, podemos decir que para el niño, púber o adolescente el adulto se le torna una figura indispensable e insustituible para su estructuración, a consecuencia de lo cual se apega a él, y resulta muy difícil, a veces imposible, ejercer desde una crítica espontánea hasta una sanción más severa.

Dicha óptica nos da la posibilidad de inscribir como no patológica la conducta del menor.

Contrariamente, si un adulto despliega su superioridad en la forma antes mencionada, decimos que se halla gravemente enfermo, aunque, por supuesto, dicha enfermedad no lo desliga en absoluto de la responsabilidad por las aberraciones cometidas.

De más está decir que hechos como los recién descriptos ocurren de manera frecuente, lamentablemente a diario, sin necesidad de que medien kilómetros de distancia como en el caso de Natascha, y asimismo sabemos que puede estar ocurriendo en nuestro entorno más cercano, incluso el familiar.

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