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13 DE AGOSTO DE 2006 | PSICOLOGÍA SOCIAL PSICOANALÍTICA

La Coordinación Psicoanalítica: Función de corte

La función de corte tanatiza en primer término el discurso unario cuando analiza desmonta- el signo lingüístico, cuando instala el sinsentido o secciona a discreción –es decir, transforma lo continuo en unidades discretas- el exceso del goce. Al hacerlo, ofrece opciones de goce que direccionan hacia el plus de la producción, y, en esa medida, también lo hace hacia mayores niveles de subjetivación.

Por Lic. Mario Malaurie
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La arquitectura me enseñó algo sobre la coherencia expresiva. Para “decir algo”, en dicha disciplina, hay que hacerlo con todo: con la articulación del espacio, con los materiales, con el manejo de la luz y la sombra, los colores, las texturas, la relación entre llenos y vacíos, el equipamiento, la orientación, etc. Existe, claro, el eclecticismo, el contraste puntual, la paradoja. Llevado al límite, es como si para escribir una novela de vampiros fuese imperativo emplear caracteres góticos, o para interpretar “acabadamente” a Bach hubiera que hacerlo con un clave bien atemperado. Hasta cierto punto analogizo: cuando operamos en la función, herederos del psicoanálisis, debiéramos hacerlo desde una unidad de acción exigida en cada una de las facetas de nuestro oficio. La función de corte subsume las mil variantes de la experiencia coordinativa y por ello es preciso que nuestro discurso exprese una direccionalidad clara. Caudal al que tributan diferentes vertientes, la intervención del coordinador -sean cuales fueren esas vertientes desde la palabra, el silencio, el gesto, la postura corporal, un sonido gutural, un suspiro- tendrá la axialidad de la Castración.


Lejos de las previsibilidades de los rituales del encuadre obsesivo clásico, la Escuela Francesa nos posiciona en las sorpresas del dispositivo histerizado: toda intervención apuntará desde una sombra impensada intentando hacer blanco en el flanco más desguarnecido. Es así como lo inesperado, lo sorprendente, puede horadar la coraza resistiva diciéndole al sujeto profundo aquello que lo conmueva, lo descoloque, para empujarlo a un nuevo lugar, es decir, a una subjetividad enriquecida. Con la guardia baja o levantada hacia un frente previsible- el sujeto “padece” la intervención; y cuando ésta es verdadero acto, el signo menos de la herida deviene plus de significación, la falta deviene falo.

Demostrémoslo por el absurdo: ¿qué gracia causaría un chiste repetido o con remate conocido? ¿A qué cura direcciona un analista cuando su palabra ha sido ya intuida por el analizante? Si el deseo instala deseo y la ley lo potencia, el falo, en sus flashes de cuasi detentación, faliciza a su vez a los destinatarios de su poder. Simulacro de detentación fálica, la intervención brilla por la ausencia del sujeto en la función e invita, siempre por un camino indirecto, a la erección de cada integrante como falo de sí mismo.
Operando sobre los neuróticos del grupo, el coordinador panea desde la atención flotante interviniendo a través de la sucesión de sus discursos -amo, histérico, universitario, analítico- por acción u omisión, mostración velada, partícula de entidad identificatoria, vector que rastrea la falta en las antípodas del escudo defensivo.
Sabemos que en la neurosis “algo” separa al sujeto de la nada supresora, disolutoria, o cuando menos enloquecedora: el Fantasma. Imaginarizado como una ventana, disponemos de él como última valla, la contención final, aún en la maraña de su horror. En efecto, es el Fantasma de Castración la instancia referencial que el sujeto termina admitiendo, en la cruel transacción de entregar una parte para salvar una integridad acotada. Los terrores del fantasma nos alivian del espanto de la licuefacción. El encuadre kleiniano, el dispositivo lacaniano, metáforas de esa ventana, instalan en el grupo las fronteras que la institución ofrece en tanto conjunto normativo; se ha dicho que es éste el ámbito que contiene y traduce las ansiedades psicóticas de las que hablaba Pichon.

Si bien busca posibilitar en los integrantes del grupo una experiencia -siempre singular- con relación a la castración, un coordinador deja entrever su propia barradura, básicamente ligada a la sujeción a la ley que lo preexiste, y, ya sobre el final de la experiencia, como susceptible de falla y por lo tanto agente de disolución de la asimetría.

La intervención del coordinador no guarda relación con verdad alguna; más bien busca la emergencia de un efecto. Su eficacia es lograrlo reunión tras reunión, en cada integrante por la vía de la unidad de trabajo, tríada pichoniana que enhebra una situación existente, una intervención y una situación emergente. Instancia en que la tercera ley dialéctica se patentiza (tesis-antítesis-síntesis, o negación de la negación) sólo habrá emergente si esa antítesis que produce el coordinador, traiciona. Término duro, es sin embargo –y por eso mismo- uno de los puntales de la función paterna. Si bien por nuestra condición de sujetos (de la mente, por lo tanto de la mentira) siempre estamos traicionando –sobre todo a papá, para constituirnos- también el padre debe traicionar al hijo por la misma razón, es decir, para que éste se constituya. La traición al padre es un modo de matarlo, la traición al hijo es un modo de hacerlo vivir. Así como el analista, el coordinador traiciona con su acto interventor, ataca por la espalda, se asegura de la indefensión de ese otro agrupado, en el marco de una formación o de un proyecto.

La propia interpretación, que no deja de ser una traducción, responde al aserto de las letras itálicas: “traduttore, tradittore”, el que traduce traiciona, y si bien toda palabra lo hace, la palabra interpretante, como así los demás elementos del repertorio de quien ejerce la función, debe traducir y traicionar, traducir traicionando, traducir para traicionar o como quiera ponérselo.
Portadores de una logística dual –cuerpo y palabra- privilegiamos, en tanto coordinadores psicoanalíticos, el significante. Sin embargo, se trata de un acto en tanto se realiza para fundar, para direccionar, para reescribir. La aceptación de la muerte –al decir de Pichon- es condición de posibilidad de todo proyecto; debe, por consiguiente, ser presentificada desde los actos de la función. El coordinador por su sola presencia concita lo tanático, pero esta circunstancia no debe ser aminorada por gestos ortopédicos frente a quienes, por el contrario, se busca fortalecer en la dinámica del “hacerse cargo”, de la admisión de la propìa falta en la perspectiva de los ideales grupales.

La función de corte tanatiza en primer término el discurso unario cuando analiza desmonta- el signo lingüístico, cuando instala el sinsentido o secciona a discreción –es decir, transforma lo continuo en unidades discretas- el exceso del goce. Al hacerlo, ofrece opciones de goce que direccionan hacia el plus de la producción, y, en esa medida, también lo hace hacia mayores niveles de subjetivación.

La historia y los mitos nos brindan diversas metáforas de la función de corte y sus consecuencias, vengan éstas por la acción concreta -con frecuencia feroz- o el mero amague: los esturiones de Roma, que dieron al vientre de una madre muerta el tajo cesáreo para que naciera quien luego habría de ser Julio César; Zeus, que con su espada partió en dos al ser andrógino dando lugar al “andros” y al “ginos”, hombre y mujer que por esa separación se buscan; Damocles, que amenaza con la suya por sobre nuestras cabezas; Alejandro Magno, quien cortó el nudo gordiano de resolución imposible; Salomón, a punto de diseccionar a un niño para saber quién era su madre; inclusive Perseo, que decapitó a la mortífera Medusa con ayuda de un espejo interpuesto, pero que al mismo tiempo dio a ver la mirada letal (la estratagema de Perseo no es otra que la del neurótico, aunque éste no tenga más opción, por estructura, que recurrir sin saberlo a ella).

Si el deseo es del Otro, el goce es propio; y desde el momento en que no podemos no gozar, el tiro –siempre por elevación- del coordinador, intenta sustraer de lo “mortífero” metaforizado en la pseudotarea, el apartamiento de las metas fundacionales, la veladura del obstáculo epistemofílico tras el epistemológico, la atracción por terapeutizar al grupo y por lo tanto de convertir al coordinador en un terapista. Cuando un agente corrector interviene, propone, dialécticamente, un nuevo posible Eros por vía de Tanatos. Y al hacerlo, en cada espirociclo, “muere”, o mejor en gerundio, transita un “muriendo”, en la quema de sus artificios; en efecto, al decir de Miller, el inconsciente se mueve, se adapta, paradójicamente –por su condición estructural- evoluciona, y al hacerlo en cada sujeto promueve virajes del escudo; es decir: la posible saeta de una intervención encuentra que el campo de vulnerabilidad se estrecha, se acota. En esa medida, y más allá de la inventiva del coordinador, las intervenciones “se gastan”. El factor sorpresa declina como lo hace la propia función. Hay por tanto un “muriendo” del signo lingüístico, del goce mortífero, de la condición de objeto que nunca deja de restar en el sujeto, del propio grupo como entidad imaginaria, del discurso que no cesa de caer, de los objetos pulsionales, de las cáscaras de los yoes que no dejan de renovarse si resultan por la misma experiencia pasibles de caída, los saberes congelados desplazados por nuevas formas del pensar, la función misma que finalmente se disolverá en el magma de los objetos perdidos.

La utilización de la herramienta psicoanalítica queda plenamente justificada cuando Pichon define nuestra actividad por la intersección de dos ejes que no dejan lugar a dudas: estructura social y fantasía inconsciente. Subleva asistir a “enseñanzas” que modelan para la meseta aconflictiva, la armonía imposible, la inflación narcisística, la mera apropiación de una jerga hueca, cuando el grupo operativo, espacio posibilitador de mil experiencias pero por sobre todo la experiencia de una relación con la Castración- debe fundarse direccionando a un aprendizaje del conflicto, del caos que ordena, nudo de convergencias que fort-datean en la divergencia.

Lic. Mario Malaurie es Psicoanalista, psicólogo social y director de Escuela Psicoanalítica de Psicología Social.

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