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6 DE AGOSTO DE 2006 | PSICOANÁLISIS E INFANCIA

¿Post-mocositos?

Aquí hablaremos de una historia que se hace discurso intentando dar cuenta de las condiciones de producción de la infancia, esa paciente construcción moderna. Una narración que pretende alejarse del relato ingenuo y elaborar los azares y conflictos que constituyen esas representaciones del ayer y del hoy.

Por Juan Vasen
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La historia hace al niño, la historia se hace niño; los niños y las niñas hacen, como y cuando pueden, sus historias. Escuchemos.

El niño en su historia

En las últimas décadas los historiadores han jerarquizado el valor de la cotidianeidad. Aportaron con ello elementos de gran interés a quienes, desde el campo psicoanalítico, trabajamos con niños y adolescentes. Sus contribuciones nos han llevado a replantear el estatuto de niño, al mantenerlo en conexión con la historicidad que le es propia. Esto nos permite pensar con mayor profundidad la infancia como un producto sociocultural.
Su empleo profano nos expone al riesgo -aquí asumido- de las generalizaciones y al soslayo, entonces, de particularidades de lugar, género o clase social.
Socioculturalmente no hay una infancia, en singular, sino muchas. Infancia se escribe en plural. Para el psicoanálisis, infancia son los momentos fundantes de lo infantil. Epoca durante la cual el sustrato biológico es reformulado por marcas y apropiado por determinaciones y leyes. Un proceso que frecuentemente se topa con las inercias propias de ese cuerpo, ahora erógeno, que no suele prestarse tan dócilmente a las temporalidades y regulaciones de la cultura. Indocilidad que no corresponde a un resto refractario de naturaleza, sino a un plus que la crianza humana suplementa.
Pero también la infancia, “son recuerdos”. Que paradojalmente no dan cuenta de “eso” infantil encarnado, polimorfo, en proceso; mas bien, lo encubren. Porque “eso” tiende permanentemente a sustraerse de nuestras posibilidades de temporalizarlo, y hacerlo historia, o historias.

Surgimiento de la infancia

En el arte medieval anterior al siglo XII, las peculiaridades de la infancia fueron desconocidas. Los artistas eran "incapaces de representar un niño salvo como un hombre en menor escala". Es Durero quien, sobreponiéndose al imperio de esa dimensión proyectiva, realiza el primer estudio de las proporciones corporales del niño.
Hasta el Renacimiento las palabras que representaban al niño no lo hacían de modo discriminado. Por ejemplo, "garçon” es equivalente tanto a niño como a criado, palabra que en castellano y en farncés tienen esa doble acepción. Recién a partir de esa época es posible comenzar a procesar socialmente el segundo pasaje mencionado: el del hijo al niño.
El siglo XVIII es el punto angular para la formación, en Occidente de una “esfera” infantil. Separados trabajo y vivienda, a la infancia se le asignan espacios propios donde permanecer. Surgen los cuartos de los niños y las plazas de juegos, así como una vestimenta particular que diferencia más nítidamente edades y también a las nenas de los varoncitos. Comienza la masificación de los juguetes y el auge de una literatura específicamente infantil.
De la Gran Casa feudal llegamos este Hogar-nido‚ un remanso de paz, pero, también de intrusión. La presión de la socialización comienza a abarcar todas las expresiones vitales del niño. Por lo que determina así, en última instancia, las reglas de decencia que convienen. Y esto significa determinar, al mismo tiempo, las fronteras del juego. En este sentido el combate contra la masturbación fue un paradigma por los niveles de crueldad que alcanzó. Se convirtió en el punto de arranque para la eliminación de la actitud “indeseable” que entraña, a saber: la autosuficiencia y el placer del juego con el propio cuerpo. Ambas costumbres debían rechazarse por improductivas. La entrega al disfrute del momento entraba en contradicción con la actitud de previsión sistemática, a largo plazo, con que la ascética burguesa en ascenso quería derrotar a la decadente moral de la aristocracia.
Pero, una vez consolidada como clase, el objetivo predominante de la burguesía pasó a ser la estimulación de la “industriosidad”. Más que coartado, el juego debía ser instrumentado. Entonces, a través de una pedagogía de la simulación de determinadas operaciones sociales, se impuso el “como si”. Más que ascéticos, los pequeños debían ser hábiles, optimistas, comunicativos y conocedores de las cosas prácticas; moderados, flexibles, adaptables y diestros en fin en el trato social. Las niñas recatadas esposas y futuras madres. Mientras tanto, los hijos e hijas de trabajadores y campesinos encontraban fuertes impedimentos para jugar debido a una educación -si es que la recibían- orientada a incorporarlos rápidamente a trabajos de baja calificación, o a formar parte del ejército de reserva de desocupados.

Juego e infancia

El juego, en nuestro caso, constituye una‚ forma específicamente infantil de apropiación del bagaje de experiencia sociocultural. Los niños juegan desde hace mucho, pero sólo a partir del Renacimiento adquieren "carta de ciudadanía" como tales, es decir como seres que juegan.
El trabajo, el ejercicio pleno de la genitalidad y la muerte deben ser puestos en suspenso -por los padres- para que una escena de juego pueda desplegarse y delimitarse en el espacio y en el tiempo. Por lo tanto los niños juegan desde que se configuran dimensiones que por edad o posibilidades los excluyen
Ubicados como hijos juegan, como niños, a ser grandes en la medida en que aún no lo son. Es imposible jugar sin imposibles.
Freud, que vacila ante la pregunta: ¿Qué quiere una mujer?, responde a la homóloga: ¿Qué quiere un niño? Ser grande. Esto nos lleva a encontrarnos con una función esencial del jugar: se juega para metabolizar productivamente la distancia niño-adulto. Pero ese recorrido no sólo impone al niño afrontar la realidad del mundo y las marcas que éste imprime, sino también sus fantasmagorías, en especial las que lo tienen como soporte u objeto.
Jugar implica también ese trabajo de conjuro de los fantasmas que el recorrido por esa senda hacia el adulto implica. ¿Cuál era sino, la función del sonajero? Fantasmagorías históricamente diversas que, recogiendo el imaginario de cada época (duendes y diablos, reencarnaciones y engendros, hadas y brujas), ponen en juego esa dimensión del “Mas allá”. Esta en el sentido mítico-religioso es dominio de los dioses y de las fuerzas sobrenaturales; en el sentido psicoanalítico, configura una dimensión siderante de goce compulsivo-repetitivo. Entre ambos dominios -el religioso y el psicoanalítico- hay una zona de intersección configurada por la cuestión del destino y la sujeción alienante a sus designios.
El niño como objeto de un fantasma, materno u otros análogos, es una subregión de ese ámbito donde los humanos podemos ser objeto de determinaciones absolutas de destino que son, en apariencia, inmunes a nuestros quehaceres terrenales y simbólicos.
En cambio, el jugar, producción simbólica y fantasmática propia, hija de rituales y conjuros, es “metabolizadora del goce” de los dioses y de sus subrogantes humanos. Tal vez por eso el jugar es llave potencial para remover el anclaje que sólo permite como única forma de satisfacción posible, el ser parte‚ (alienada) de un ordenamiento de lo humano dispuesto mas allá de las posibilidades de intervención de todos aquellos a quienes concierne. La ausencia del jugar deja al niño inerme frente a ese goce, capturado como objeto del mismo. Su importancia no estriba en adaptar. No sólo, como veremos, en traducir. También en crear y disfrutar lo producido. No sólo posibilita reproducir o imitar, jugar permite, al niño, inventar al hombre.

¿“Mundo Feliz”? ¿Infancia virtual?

Si a lo largo de la historia los niños han sido soportes de expectativas, temores y fantasmagorías que han debido acarrear y transformar. ¿Qué recae sobre ellos ahora?
La familia compartió, en Occidente y durante siglos, su espacio formativo con la iglesia. Actualmente ocupa un escenario decreciente en relación a otros ámbitos de socialización formales (escuela) e informales (medios masivos de comunicación).
La intimidad se va tornando ex-timidad.
Una niñita preguntaba a su mamá mientras veía el programa de Galán:
-“Mami, para casarse, ¿hay que ir a la tele?”
Esta vivencia de disolución de la familia ha generado en algunos pensadores de nuestro tiempo, como George Duby, conclusiones un poco catastróficas.
"Esta rapidísima evolución -se ha efectuado en una generación- es un indicador del repliegue de la familia sobre la vida privada. Esta sustitución de la familia con el consentimiento de aquélla, se explica por una toma de conciencia de una incapacidad estatutaria: la familia, espacio privado por antonomasia, no puede impartir con éxito una educación que ahora se ha convertido en aprendizaje de la vida pública."
"Asi la familia pierde progresivamente sus funciones que hacían de ella una microsociedad. La socialización de los niños ha abandonado totalmente la esfera doméstica. La familia deja pues de ser una institución para convertirse en simple lugar de encuentro de vidas privadas".
Un ejemplo extremo de esta nueva situación lo daba un"graffitti" que ante el tradicional "Yankees go home" respondía: "There's no home" Parecería que si la familia ya no es lo que era, ya no es. Lo que nos dificulta inteligir sus transformaciones.
En estos tiempos hay niños que enfrentan presiones sobrehumanas de eficiencia. Expectativa casi robótica ante la cual Tiempos Modernos podría pasar por una película filmada en cámara lenta. Ellos son sujetados a un marcapasos social que suele asumir un ritmo cocaínico. El les impone las pilas para que puedan andar a mil. Con lo que no sólo dejan de ser niños, casi dejan de ser humanos.
Zigmount Bauman se refiere a la “post”- modernidad económica en estos términos: “En la realidad virtual nacen y florecen fortunas nuevas, lejos de las toscas realidades de los pobres y la creación de riqueza va en camino a emanciparse por fin de esas viejas conexiones con la fabricación de cosas, el procesamiento de materiales, la creación de puestos de trabajo y la administración de las personas”.
De la mano de la virtualización y la globalización, de la mano del avance de esos neomercaderes que al flexibilizar inserciones laborales “flex-clavizan” trabajadores y precarizan vidas familiares: ¿Habrá llegado el tiempo de una post-infancia? ¿Modo de producción subjetiva de post-mocosos? ¿Tiempo de constitución de lo maquinal en lugar del momento fundante de lo infantil? ¿Sustitución del lapsus por la falta de batería? ¿Del juego por la programación? ¿De la intimidad velada por el automatismo expuesto? ¿De la aventura de hacerse la película por el goce de ser espectador de la ya hecha? ¿Se destituirán los espacios de juego? ¿O la niñez tal como la conocemos? ¿Será ésta la tendencia?
Y si bien los soportes institucionales que hacen al niño tienden a ir ausentandose de la escena, hay interrogantes, procesos y dimensiones de la subjetividad que se mantienen a cierto resguardo de la intrusión descarnada del presente. Siempre y cuando haya padres y no “sponsors” o botellones de clonación. Siempre y cuando haya procesos de subjetivación y aprendizaje mediados por humanos y fundados en anhelos de trascendencia, y no hipnopedia.
En la producción de esa clase de riqueza no virtual que son los seres humanos, no hay manera de emanciparse totalmente de esas viejas conexiones de la ternura y la palabra. Se seguirán creando nuevos puestos para el trabajo de la crianza -más allá de las probetas- que estará en manos de padres que son los insustituibles agentes de una doble función. De inscripción erógena y simbólica por un lado, y coadyuvantes de la metabolización y metaforización de lo inscripto, por otro. De lo inscripto por ellos o a través de ellos. Pero también a pesar de ellos o sin ellos, por la sociedad la cultura y la época. De las condiciones de inscripción y de las vías abiertas para su elaboración surgirá, en el mejor de los casos, un ser que puede jugar y podrá jugarse. Condiciones singulares e histórico-sociales.

De “Pinocho” a “Toy Story”

En este punto querría retomar algunas afirmaciones hechas en la introducción. El niño que quería ser grande, el niño que era legalmente menor, educado para ser un futuro ciudadano y futuro responsable ante la ley; pasó a ser, ya, consumidor, opinador y sujeto de derechos. Esto amplía sus horizontes pero también cambia sus puntos de apoyo. Y al variar los soportes, la infancia, tal como la conocemos, trastabilla.
Hemos señalado también que la ficción es una forma privilegiada de dar cuenta de verdades subjetivas. Seguiremos ahora el camino abierto por el lúcido ensayo de José Luis Pardo: Toy Story ¿qué quiere un niño?.
Según su autor, Pinocho, representa el pasaje “de un niño que deviene humano” a través del transitar de un muñeco que quiere ser niño. Pero ¿por qué querría ser niño un muñeco? Porque los muñecos no crecen. Y los niños, por lo menos en la época de Collodi, en tanto hijos que son niños, quieren crecer. Quieren hacerse adultos, adultizarse, adulterarse, alterar su condición de niños, de promesa. Y tener futuro.
En cambio, en Toy Story, Buzz Lightyear es un muñeco que “se cree” explorador intergaláctico. Un muñeco que, al revés que Pinocho, se “convierte” en muñeco, no en niño, y “se desengaña de la ilusión de hacerse humano”.
Un muñeco que se sabe mortal, que será, en el sentido de la cita de Verdú, cadáver. Porque los juguetes cuya vida imaginaria depende de quien los libidiniza, sí son restos con memoria. Pero de los otros, simulacros, pasada la moda, ¿quién se acuerda?
Buzz parece avisarnos de una mutación en el estatuto de la infancia. Aquí Pardo se pregunta: “Esos extraños muñecos con conciencia de la finitud, ¿no señalan el punto en el que a los niños se les reconoce que tienen alma (que es, por cierto, el mismo punto en el que comienzan a aparecer niños delincuentes o criminales de una especie muy distinta a los golfillos de la primera mitad del siglo, niños-asesinos y no ya simplemente ladronzuelos o pillos, así como muñecos homicidas o inductores del homicidio: se recordará el modo en que se especuló, tras el asesinato del niño James Bulgher a manos de dos menores , con el papel que podía haber desempeñado en la autoría intelectual del delito la película Muñeco diabólico II”)?
¿No será que a ese niño sujeto de derechos se le propone, o más bien se le impone, no sólo consumir sino, más bien, convertirse en juguete?. En uno de esos muñecos autosuficientes, compactos, sin rendijas a través de las cuales el niño pudiera insuflarles una vida que aparentemente no les hace falta pues ya tienen la propia, a pilas. ¿No estaremos ante una metaforización de una crianza que reemplaza trascendencia por baterías? ¿No será que los niños corren el riesgo de “muñequizarse”?¿No será que, en lugar de ponerse, ponernos, ponerles las pilas se trata, en cambio, de sacárselas?
Parece que, contemporáneamente, nuestros mocosos se encuentran ante una tarea de conjuro epocal. En otros tiempos la alteridad, lo no humano era representado como atávico, un indómito resto de naturaleza, casi siempre diabólicamente impregnada. Entre nosotros, en cambio, hace ya mucho que ese lugar lo ocupa lo artificial, lo maquinal, sea mecánico, o tecnológico, casi siempre fetichizado. Estas son cuestiones que tienen implicancias serias.

Juan Vansen es Psicoanalista. Especialista en Psiquiatría de la infancia y la adolescencia.


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