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23 DE JULIO DE 2006 | PSICOANÁLISIS

Síntomas desarticulados del inconciente

El capitalismo marcha a la par de la especialización que practica la ciencia en el mercado del saber. Engendra nuevos síntomas, síntomas desarticulados del inconciente, excluidos del discurso que no habilitan el espacio del lazo social. Síntomas que son producto y sustento de ciertas terapéuticas.

Por Susana Díaz
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Dichas terapéuticas que no implican ningún trabajo de desciframiento inconciente. Hay un procedimiento curativo específico, para la bulimia y la anorexia, así como para las adicciones y también para los ataques de pánico.

El ataque de pánico dice poco del sujeto que lo experimenta como efecto significante, dice casi nada del producto, que es el objeto y deja en sombras el síntoma o la inhibición que es el resultado. La disminución del volumen sanguíneo y la caída de la tensión que puede alcanzar a dañar los órganos de circulación, nos muestran esta súbita pulsación del sujeto que desorganiza la subjetividad imaginaria. Es la angustia que no se plantea como una pregunta.

Lo que aparece como prioritario en nuestra época es taparle la boca al sujeto, producir el cierre del inconsciente. La exclusión del sujeto que lleva a cabo la ciencia elude la relación con lo imposible, a cada desorden corresponde una terapéutica. Al imperativo capitalista que es la acumulación de plusvalía le conviene la normalidad estadística, el rechazo del síntoma. Sin embargo, lo eludido retorna en lo real bajo la forma de catástrofe imparable.

Los síntomas contemporáneos muestran que hace falta un artificio discursivo para prenderlo en el lazo social, para que se anude de modo borromeo.

La drogadicción, la depresión, la violencia maníaca, la bulimia y la anorexia, el pánico, la angustia, son síntomas que exceden las reglas del mercado de la satisfacción y la llevan a límites insoportables. El especialista pretende darles un sentido común, el psicoanálisis no.

Como nos recuerda Lacan en La Tercera, “Lo real puede muy bien desbocarse, sobre todo desde que tiene el apoyo del discurso científico”. Las reglas del arte psicoanalítico exigen que estos síntomas se hagan pregunta para el sujeto, que se abran a querer saber cómo es que el que padece está implicado en eso.

Si el inconciente mantiene una homeostasis, es decir, un movimiento de descarga que impide la acumulación, y si el fantasma regula el exceso de goce que se produce, se nos abre la pregunta de ¿Cómo puede algo desbocarse? ¿Cómo tendría lugar algún acontecimiento? ¿Dónde se aloja la posibilidad de algo distinto para el sujeto?

Nuestra respuesta es que el acontecimiento anida en el síntoma, en tanto núcleo de goce. “...lo más real que tiene cada uno es su síntoma, es decir, aquello con lo que objeta la homeostasis del discurso.” Reivindicamos el punto donde la estructura alberga una inestabilidad que puede llevar a un encuentro de orden diferente.

Ahora bien, en la temporalidad propia del psicoanálisis, preguntarse por el porvenir hace surgir el problema de la repetición. El trauma es la matriz de todo acontecimiento, es la huella que actúa a través de la compulsión a la repetición. El modo de gozar que se repite se escribe en el inconsciente. En 1975, Lacan introduce f(x) para nombrar una función f de goce que se fija a un elemento x del inconsciente que asume la función de letra y corresponde al Uno del inconsciente. La letra indica la experiencia del acontecimiento. Ella permite concebir a lo simbólico como repetición de una marca de goce. El acontecimiento traumático, entonces, se repite, y, el retorno de lo mismo, es lo que abre la posibilidad a la diferencia.

Lo que va a ser, nuestro futuro, es algo a lo que siempre regresamos bajo la forma de la repetición. Aquello del pasado que nos acecha desde el porvenir es lo que abre a la contingencia que permita que no se fije el acontecimiento de la diferencia absoluta en lo mismo de la pantalla fantasmática.

Por esto, el bien decir del psicoanálisis consiste en apostar a un deseo que habilite la dimensión de la elección frente al mecanismo sin condiciones de la voluntad de goce.

El desastre del acontecimiento sería que el retorno de lo mismo se vuelva el retorno de lo peor, como lo ilustra nuestro caso.5

¿Hay satisfacción pulsional en el retorno de lo peor?

Pulsión es la marca que el lenguaje hace en el ser vivo. Su satisfacción está situada en el límite del placer, es decir, se satisface en el dolor planeado involuntariamente y también en el gasto inútil, en el derroche. Su repetición se muestra en el destino secretamente programado. Es una fuerza acéfala e insensata que interviene en la construcción del sujeto.

Frente a la universalidad de lo simbólico, la insistencia del golpe de la pulsión es lo más particular con que cuenta un sujeto, aquello que no se puede acallar. Es la parte maldita que se empeña en estropear cualquier necesidad.

Es imposible adaptarse a la pulsión que golpea. Freud demostró, con “El malestar en la cultura” que ningún edificio social puede contenerla, que no hay estructura que resista su embate y que cualquier adaptación es una negociación fracasada con las exigencias de la pulsión. El sujeto no está nunca a tiempo, llega a la cita antes o después y, por encima de todo, nunca está bien preparado para el encuentro; está sobrepasado.

Como goce parasitario, el síntoma, abre a la eventualidad de una experiencia de la cura. Así resulta para nuestro consultante, presa de las terapéuticas que intentan silenciar su disfunción, la insistencia de la angustia lo conduce a su primer contacto con un lazo discursivo de orden diferente que le permita situar algo del horror que lo persigue.

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